La maldición de los Montreal

Raúl Garbantes

 

 

Capítulo 1

Era una de esas madrugadas que parece que ya van cargadas de pesares y cansancios, cuyo manto gélido y sombrío abriga tanto el sueño inocente de los incautos como la fechoría del bribón. En la estación de Policía, no obstante, poco o nada había que hacer. Del aburrimiento, algunos oficiales jugaban con cartas viejas que nadie sabía de quién ni de dónde salieron. Mucho menos cuándo. Otros contaban historias, como si se encontraran en un bar, bebiendo. Historias de maldiciones, de tiroteos, supuestos actos heroicos, o dignos de carcajadas si no, que carecían del brillo de esas narraciones que llevan alcohol en la sangre. De entre las risas y los lamentos de apuestas perdidas, se escuchó sonar un teléfono desde el escritorio del diligente oficial Marcos Isla. Pocas veces se trataba de buenas noticias, pero el oficial solo esperaba que no fuese nada grave. Minutos después se encontraba en su coche en dirección a un apartamento cuyos vecinos habían presentado quejas por gritos y lo que parecía ser una situación violenta dentro del mismo.

En las afueras del edificio distinguió lo que era una atractiva figura femenina, temblorosa. Podían ser los nervios, también el frío. La mujer le explicó que, en el apartamento contiguo al de ella, había escuchado discusiones fuertes con tono muy agresivo y que temía que la vida de alguien pudiera estar en peligro. Probablemente, una pelea doméstica. Le dijo a su compañero que lo esperara afuera y entró solo con la mujer al edificio.

—¿Pelea de pareja? —preguntó el oficial mientras subían en el ascensor.

—No —respondió la mujer, afectada—. Él vive solo. Además, no se escucha la voz de nadie más. A veces como que grita «no», como si no quisiera que pasara algo, pero solo se escucha su voz. Pero casi siempre solo parecen ruidos extraños.

—No se preocupe, señorita —dijo Marcos—. Pronto se resolverá la situación. Solo lléveme hasta allá y déjeme el resto a mí.

—Es en el último piso, ya casi llegamos.

El oficial miraba de reojo a la atractiva mujer, a su figura, que solo la juventud permite, y luego sentía culpa al no poder evitar la comparación con su esposa, en cuyo cuerpo los años ya empezaban a dejar su indolente huella. Luego se abrieron las puertas del ascensor y ambos escucharon gritos y el sonido de objetos rompiéndose contra el suelo. El oficial Marcos notó la reacción inmediata de la mujer, visiblemente asustada.

—Creo que es mejor que me vaya —dijo la mujer—. No quiero tener problemas.

El agente asintió. La mujer se dirigió a su puerta y él despidió su cuerpo exuberante echándole un último vistazo. De todas maneras, si ella no lo hacía por su cuenta, hubiera tenido que pedirle que permaneciera dentro de su apartamento. Apenas la mujer cerró la puerta, Marcos sacó su arma, se ubicó a un lado de la puerta vecina y llamó con voz firme, pero nadie respondió y los gritos se hicieron más fuertes. Entonces llamó a su compañero por el radio comunicador. A lo mejor necesitaría refuerzos. Luego intentó de nuevo comunicarse con alguien dentro del apartamento, solicitando que le permitieran la entrada.

—¡Está aquí! —exclamó un hombre desde el interior—. ¡Quiere asesinarme!

Al escuchar esto, de inmediato el oficial Marcos se dispuso a entrar por la fuerza. Sin embargo, la puerta era de un metal muy resistente y le resultó difícil forzarla. Pensó en disparar a la cerradura, pero la bala podía rebotar y causar daños innecesarios, a él o a su compañero. Tuvo que buscar de nuevo a la mujer que hizo la denuncia para localizar al conserje y que este subiera a abrir la puerta. A su vez, el oficial se había encargado de pedir refuerzos, informando que la situación podía tratarse de un secuestro o intento de homicidio. Tanto como se lo permitieron sus piernas maltrechas por la artritis y el trajín de los años, el conserje subió de inmediato, manipulando el manojo de llaves con sus arrugadas manos, buscando la adecuada. Cuando al fin la encontró, los ruidos que venían desde el interior del apartamento habían cesado. El oficial Marcos y su compañero entraron cautelosamente, en busca de la víctima y el agresor. Era un sitio lujoso y de tenue iluminación, la escasa luz se reflejaba en los adornos de mármol y cristal. Todo parecía estar en orden: los cuadros aparecían perfectamente colgados en las paredes, las lámparas de cristal permanecían sobre las repisas. En la sala, un cenicero todavía despedía humo y los muebles lucían tan pulcros que parecía que nunca nadie los hubiese tocado. El piso no revelaba ni una sola mancha. Nada de lo que hasta ahora presentaba la escena tenía sentido alguno para el oficial Marcos o su compañero. Después de tanto estruendo, el lugar debería parecer una pocilga, pero he aquí que más se asemejaba al museo local que a una escena de agresión y violencia. Y todo ello envuelto en un silencio absoluto, aterrador. En la cocina, encontraron el cuerpo de un hombre que yacía en el piso y que parecía haberse ahogado en su propia sangre, que aún borboteaba. Marcos corrió para auxiliarlo, pero ya era demasiado tarde. Su último aliento se había desvanecido; su vida, expirado.

—¡Policía! —exclamaba el oficial mientras terminaban de registrar el apartamento—. ¡Salga con las manos en alto!

—El lugar está vacío —replicó su compañero—. Lo he revisado por completo.

—¿Pero cómo carajo pudo escapar? No hay salida, estamos en el último piso. ¿Sabes cuántos pisos son? Veinticuatro. Alerta a nuestros hombres, quiero un perímetro alrededor del edificio, nadie sale ni entra sin ser interrogado. El responsable aún debe estar en la zona.

—Marcos —dijo el compañero—, no hay manera de huir. Estamos en un apartamento de máxima seguridad. Las ventanas tienen protectores de acero, los ductos son estrechos y la única salida estaba cubierta por nosotros. Eso solo puede significar una cosa.

—Debemos esperar una confirmación del forense, mientras tanto, esta es una investigación abierta por homicidio. El sujeto estaba vivo cuando llegué y estaba pidiendo ayuda a gritos. No me pidas que ignore eso, porque no lo haré.

Otros oficiales llegaban a la escena del crimen. Marcos, entretanto, observaba el cuerpo tendido en el suelo.

—Que alguien averigüe quién era este hombre —dijo—. Debemos notificarle a la familia.

 

Capítulo 2

Alma era una desafortunada joven, la mayor de ocho hermanos, igualmente desafortunados. Desde pequeña tuvo que lidiar con los quehaceres de un hogar que no le pertenecía, cocinar a duras penas dos comidas incompletas al día, caminar a diario un largo trecho en busca de agua, cuidar a sus siete hermanos, que para ella eran como los hijos que no había parido aún. Además de todo eso, tenía que lidiar también con las borracheras de un padre viejo mientras su madre trabajaba como un burro en el mercado del pueblo, vendiendo verduras, día tras día, para ganar unas pocas monedas. Y así se fueron perdiendo, poco a poco, los años de su niñez, hasta que la madurez tocó su puerta y la transformó en una bella y muy agraciada jovencita que robaba las miradas de todos los hombres del pueblo. Había recibido varias ofertas de matrimonio, pero su madre la amaba y deseaba un mejor futuro para Alma, por lo que no aceptaba entregarla a cualquiera. No quería que le ocurriera lo mismo que a ella. En los últimos años, había estado reuniendo con mucho sacrificio algún dinero para enviarla a la capital, donde su abuela. Allí recibiría un poco de educación y, con suerte, conseguiría un hombre capaz de brindarle una mejor vida.

Una noche calurosa, la joven Alma decidió dormir afuera del rancho de adobe donde vivía con su familia. Colgó una hamaca entre los árboles de aguacate y allí concilió el sueño. Mientras dormía, comenzó a sentir una mano áspera que se deslizaba por sus piernas. La joven se estremeció, aún dormida, pero la angustia no se detuvo. Luego comenzó a sentir que su pecho firme era estrujado con fuerte vehemencia. Entonces se agitó y abrió los ojos, tratando de despertar de aquella pesadilla, pero al hacerlo se vio acechada por un par de ojos rojos y por la sonrisa morbosa y retorcida de un hombre al que no alcanzó a reconocer por la oscuridad de la noche. La pobre Alma se dio cuenta de que no era víctima de un sueño, sino que vivía una terrible realidad. Comenzó a gritar desesperadamente pidiendo ayuda, pero la mano que se encontraba en su entrepierna con rapidez subió a tapar su boca. Forcejeó, y como pudo se revolcó hasta conseguir zafarse de las manos de la depravación. Trastabilló en la oscuridad, siguiendo la luz tenue de las velas que iluminaban pobremente el interior del rancho. Así, entró ansiosa en busca de su familia, pero en el interior la esperaba una cruda y devastadora revelación: en el piso de tierra estaban tendidos los cuerpecitos de sus hermanos.

La desesperación se apoderó de ella, se derrumbó sobre los cuerpos ya fríos y ensangrentados; gritaba y lloraba mientras sus manos temblorosas acariciaban los pálidos rostros de sus hermanos, los estrujaba, deseando poder revivirlos para verlos sonreír una vez más. Los niños habían sido asesinados sin ninguna razón. Alma gritaba y gemía, deseaba despertar de aquella pesadilla terrible, olvidando por un momento el peligro que la acechaba. Sus gritos y lamentos sonaban cada vez más fuertes. De pronto, sintió un par de pisadas en la entrada, su padre estaba parado en la puerta. Alma arremetió contra él con las pocas fuerzas que le quedaban.

—¡Maldito! ¡Eres un maldito! ¡Bastardo! Voy a matarte —gritaba a todo pulmón mientras lo golpeaba con sus puños en la cara, en el pecho y en cualquier parte a la cual pudiera atinar.

Pero era inútil, no lograba hacerle todo el daño que deseaba causarle. El hombre la derribó sobre el suelo, con una mano la sostenía de sus delgadas muñecas por encima de su cabeza y con la otra torpemente trataba de quitar su cinturón para poder liberar la erección que mantenía cautiva en sus pantalones; mientras lo hacía, pasaba su asquerosa y áspera lengua por el cuello salado de Alma, que gritaba con desespero. El olor a alcohol que emanaba de la boca de su agresor, combinado con las lengüetadas que le restregaba en el cuello, eran repugnantes, lo que la hacía retorcerse con mucha más fuerza para tratar de librarse de aquella desgracia.

—¡Deja de gritar de una buena vez! —gritó el monstruo—. Ya verás que te va a gustar todo lo que te voy a hacer, vas a suplicar por más, ya lo verás, yo solía complacer a muchachitas como tú todo el tiempo.

Fue en ese preciso momento cuando la desafortunada Alma sintió cómo todo el mundo se le venía encima; un frío casi mortal recorrió cada centímetro de su cuerpo. El asco, la confusión, el dolor, la ira, todas esas terribles emociones se mezclaron en un puñal que le atravesó el alma y el corazón. Nada tenía sentido. No podía creer que la voz de quien la acosaba y las manos que la estrujaban fueran las de su viejo y borracho progenitor.

—¿Por qué? Yo soy tu hija, yo soy tu hija. ¿Por qué me haces esto? ¿Por qué mataste a tu propia familia? ¡No me hagas esto, yo soy tu hija! ¡No me hagas esto! ¡Maldito! ¡Yo soy tu hija! ¡Los mataste! —le gritaba frenéticamente mientras lloraba con desesperación, tratando de zafarse con más fuerza de sus repugnantes caricias.

—Pues por eso mismo lo he hecho, ya estoy cansado de desearte —le dijo mientras seguía bregando con la hebilla de su correa—. No te quiero como hija, te quiero como mi mujer. Será mejor que me veas como tu hombre de ahora en adelante. Te haré mía las veces que me venga en gana, y te va a gustar, ya lo verás.

El repugnante olor a alcohol barato seguía sofocando a la pobre Alma, y la fuerza con que sostenía sus manos contra el suelo le provocaba un dolor terrible. En esos momentos, deseaba la muerte más que nada en el mundo; si seguir viva significaba tener que soportar esa tortura, ya no quería seguir respirando más.

—¡Estás loco! ¡Suéltame! ¡No me hagas esto! Yo soy tu hija, yo soy tu hija. ¡Yo soy tu hija! Suéltame o mátame de una vez, pero no sigas tocándome. ¿Cómo puedes hacerme esto? —gritaba la pobre, pero sus palabras enfurecían cada vez más al alcohólico que la dominaba.

En un arrebato endemoniado de ira, la empezó a golpear en la cara, y cuando vio que la pobre estaba ya inconsciente, aprovechó para usar ambas manos y así zafarse de una buena vez del cinturón. Desabotonó su pantalón, abrió la cremallera, y luego se lo bajó para revelar su espantosa erección.

—Mira lo que provocas —le susurró al oído.

Le desgarró la ropa, dejando al descubierto sus dos enormes y virginales pechos. No tenía prisa, no había quien lo detuviera. Pasó sus resecas manos por los tiernos y suaves senos de Alma, y cuando deslizó sus manos por la entrepierna para retirar la ropa interior de la pobre, con las endemoniadas ganas de poder de una vez por todas terminar con su lujuria desviada, una sensación de quedarse sin aliento lo detuvo. Luego sintió otra vez un golpe de aire frío entrar en su pecho, asfixiante y doloroso, muy doloroso. Giró el rostro y encontró a su mujer de pie detrás de él, con un cuchillo en la mano. Eso fue lo último que vio.

 

Capítulo 3

En las afueras de la ciudad, un soltero cotizado, junto con otros acaudalados amigos, disfrutaba de los privilegios que concede el dinero en el más prestigioso club de aquella urbe. En mitad de un baile sensual, acompañado de un trago de vodka, sintió su teléfono vibrar en un bolsillo de su chaqueta de cuero. Estaba tan ebrio que apenas atinó a atender la llamada.

—A menos que seas una ardiente mujer, no estoy disponible —balbuceó.

La morena con la que bailaba le lanzó una mirada mortal y él sonrió.

—¿Es usted el señor Robinson Montreal? —preguntó la voz por el teléfono.

—Sí, soy yo —respondió él—, y estoy bailando con una morena que tiene las piernas más largas que he vis…

—Disculpe, señor —interrumpió la voz—, le estamos llamando de la estación de Policía, ¿podría retirarse a un lugar menos ruidoso? Se trata de un asunto serio.

Desconcertado, Robinson se dirigió rápidamente a las afueras del club.

—Ya estoy fuera del club. ¿Qué ocurre? —preguntó preocupado.

La llamada de la Policía le había bajado algunos grados a su borrachera.

—¿Se encuentra alguien con usted que permanezca sobrio? —preguntó la voz.

—Espere un momento —respondió él.

Robinson estaba empezando a temer lo peor, una llamada así en medio de la madrugada no podía significar nada bueno. Comenzó a mirar a su alrededor y vio que la mayoría de los que allí estaban se mostraban tan ebrios como él. De pronto, sus ojos se detuvieron en una mesonera que estaba fumando al otro lado de la calle, debajo de una farola. Rápidamente cruzó en dirección a la mujer.

—Oye, amigo, estoy en mi descanso, así que vete a molestar a otra parte —le exclamó la hostil mesonera al darse cuenta de que se acercaba hasta ella. Robinson ignoró esto y se aproximó con el teléfono en la mano.

—Por favor —dijo él—, es la Policía, pero quieren hablar con alguien que no esté ebrio.

La mujer tomó sin ningún ánimo el teléfono y comenzó a hablar mientras seguía inhalando la nicotina de su cigarrillo barato. Constantemente repetía «ujum», «sí», «ujum», «comprendo». Al cabo de breves momentos cortó la llamada y, exhalando la última bocanada de humo que le quedaba dentro de los pulmones, le dijo:

—Oye, la Policía quiere que te acompañe hasta la estación, ya que tú no puedes conducir en este estado… Bueno… Eso es lo que dicen ellos. Pero mi descanso está por terminar y no puedo dejar el trabajo, así que le pediré el favor a uno de los taxistas. ¿Estás de acuerdo?

—Pero ¿por qué? ¿Qué es tan importante que no puede esperar hasta mañana? Dime… ¿Qué te han dicho? —le preguntó ansioso.

—Creo que necesito otro cigarrillo —dijo un poco nerviosa la mesonera, al tiempo que sacó de su bolsillo trasero otro arrugado cigarro, se lo puso en la boca y lo encendió—. Oye, amigo, no creo poder decirte nada, como te dije, debes ir a la estación.

—¿Y entonces de qué me sirvió todo esto? ¿Para qué contestaste si no ibas a decir nada? ¿Sabes qué? Sea lo que sea, creo que puede esperar hasta mañana.

Robinson se dio la vuelta y empezó a caminar hacia el club, pero la mesonera lo detuvo en medio de la calle, tomándolo del brazo.

—Tu hermano ha muerto —le dijo sin vacilar.

Al escuchar eso, el mundo se le vino encima. No pudo contenerse y lanzó un vómito que cayó sobre la pobre mujer. Ella, sin dar mucha importancia a lo ocurrido, tomó a Robinson de la mano y lo ayudó a terminar de cruzar la calle.

—¿Sabes qué? —continuó—. Yo te voy a llevar, no te preocupes.

Robinson estaba inmóvil. La mesonera se quitó la camisa sucia y la arrojó a la basura mientras iba camino al estacionamiento. Durante todo el trayecto, Robinson estuvo completamente callado, inmóvil; no dejaba de pensar: «Es mi culpa, si tan solo lo hubiese escuchado, nada de esto hubiese pasado. ¡Oh, no! ¿Por qué no lo escuché?». Mientras miraba por la ventanilla las desoladas calles que apenas se pintaban de amanecer, su corazón palpitaba cada vez con menos fuerza, sus pulmones parecían haber olvidado cómo respirar, se sentía desfallecer, aunque para él esta sensación no era desconocida, ya había pasado por eso antes, era como un despiadado y triste déjà vu.

—Lamento mucho lo de tu hermano —le dijo la mesonera en un intento por suavizar el ambiente.

—¿Cómo puedes lamentarlo? —respondió él—. No lo conocías, ni siquiera me conoces a mí.

—Bueno, me refiero a que sé lo que se siente el perder a un ser querido, pero tienes razón, no debí decir nada.

—Yo lamento lo de tu camisa, disculpa.

—¡Ay, no! Descuida, igualmente odio ese horrible uniforme y ese trabajo.

Robinson le dedicó una triste sonrisa y ambos quedaron en silencio. Cuando llegaron a su destino, ella se ofreció a esperarlo, pero él estaba apenado y no quería abusar de la amabilidad de aquella desconocida, así que amablemente rechazó aquella oferta.

—Oye, sé que esto no es necesario, pero si necesitas ayuda o si algún día quieres hablar, este es mi número —le dijo mientras sacaba una pequeña tarjeta blanca de uno de los compartimientos del auto y se la daba a Robinson—. Por cierto, mi nombre es Paula.

Robinson recibió la tarjeta, estrechó su mano, le agradeció por su ayuda y bajó del auto en dirección a la estación de Policía. Una vez dentro, se presentó y esperó ser atendido. La mujer que lo recibió tomó el teléfono y anunció su llegada, luego retomó lo suyo como si la desgracia ajena no le causara ningún pesar. Tecleaba y tecleaba en la computadora; de vez en cuando levantaba la mirada hacia Robinson, pero seguía sin decir ni una sola palabra de consolación. Quizá solo deseaba que él desapareciera de su escritorio de una vez por todas. «Tal parece que los policías pierden su sensibilidad humana con el paso de los años», pensó Robinson mientras intentaba distraerse de su pena.

—Señor Montreal, soy el oficial Marcos Isla, acompáñeme a mi oficina por favor.

Una vez adentro, los caballeros tomaron asiento. Entonces el oficial retomó la conversación.

—Lamento tener que informarle que el día de hoy, a las cuatro y cuarenta y cinco de la mañana, hemos encontrado el cuerpo sin vida del señor Roberto Montreal dentro de su apartamento.

Hizo una pequeña pausa.

—Quisiera pedir su autorización —continuó— para realizar algunos exámenes y de esta manera comprobar o descartar su posible homicidio.

—¿Dónde tienen a mi hermano? —preguntó Robinson—. Necesito verlo antes, necesito cerciorarme de que realmente es él.

—Trasladamos el cuerpo de su hermano hasta la morgue del Hospital Central, con gusto lo llevaré hasta allí para que lo reconozca.

Los pasos de Robinson caían como grandes bloques de concreto sobre el suelo. El pasillo que conducía hacia la morgue estaba frío y vacío, las luces incandescentes parpadeaban de una manera tétrica y deprimente. Un hombre de bata blanca descubrió la cara del difunto, e instantáneamente, Robinson giró el rostro.

—Es él —indicó.

Se dio la vuelta y salió del lugar, sofocado con su propia respiración desaforada. El oficial Marcos lo siguió.

—¿Cómo murió? —preguntó secamente una vez fuera de aquel lugar deprimente.

—Su hermano recibió una puñalada en el corazón, lo que no…

—¿Cómo dijo? —lo interrumpió.

—He dicho que su hermano recibió una puñalada en el corazón.

El rostro de Robinson palideció, como si hubiese visto al mismísimo demonio, luego se pasó la mano por el cuello de una manera neurótica por un par de segundos. El oficial Marcos supo de inmediato que la información lo había alterado más de lo esperado y aprovechó la oportunidad para realizar algunas preguntas de rigor.

—Señor Montreal —dijo—, ¿sabe usted si su hermano tenía enemigos, alguien que quisiera lastimarlo? La verdad es que aún no sabemos si la herida fue provocada por alguien más o autoinfligida.

—Mi hermano —respondió Robinson— era un hombre solitario y, por supuesto, tenía algunos rivales. ¿Qué hombre de negocios no los tiene? Pero estoy seguro de que ninguno tiene nada que ver con su muerte. No pierda su tiempo oficial, mi hermano no fue asesinado —afirmó con seguridad.

—¿Cómo está tan seguro de eso? Comprende que si su hermano no fue asesinado, eso significa que…

—Sí, lo sé —interrumpió al oficial nuevamente—, supongo que no habrá lugar para él en el cielo. ¿No?

El oficial Marcos pudo advertir el tono irónico, con cierto sarcasmo, en la voz de Robinson.

—Estuve allí —dijo el oficial— antes de que muriera, pues una mujer llamó para informar acerca de los gritos y ruidos que provenían del apartamento de su hermano. Cuando llegué al lugar, pude escucharlo gritar que…

Otra vez fue cortado a media frase, el policía ya se estaba hartando de esto.

—No me diga, gritaba que había alguien con él que lo quería matar.

Marcos miró de manera suspicaz a Robinson. ¿Cómo podría él saber con exactitud las últimas palabras de su hermano? ¿Acaso estaría involucrado en su muerte?

—¿Cómo es que sabe usted eso? —lo interrogó de manera maliciosa a la vez que le dirigía una mirada cargada de duda y sospecha.

—Porque esas fueron las mismas palabras que dijo mi padre antes de suicidarse —respondió Robinson.

Las pupilas de Marcos se dilataron al escuchar tal afirmación y enmudeció por un segundo. Robinson mantuvo la mirada fija hacia el alba.

—Supongo que la locura se hereda —dijo Robinson.

El oficial lo miró desconcertado.

—Puede hacerle los exámenes que requiera al cuerpo de mi hermano, solo trate de no estropearlo demasiado, no quiero que mi mamá lo vea arruinado.

Fue en ese preciso momento que pensó en su madre. Su pobre madre no resistiría este dolor una vez más. Robinson deambuló por las calles un par de minutos, pensando en cómo diablos podría darle semejante noticia. Constantemente, los sentimientos de culpa lo hostigaban. Venían a su memoria fragmentos de la última conversación que mantuvo con su hermano. «Voy a morir pronto Robinson, ayúdame», era la frase que más lo atormentaba. Pero no podía sentirse así de culpable; después de todo, ¿quién podría creer en los delirios de un loco?

Una vez en su apartamento, tomó una larga ducha, pero salió sintiéndose tan sucio como cuando entró. Cepilló sus dientes repetidas veces, buscando erradicar el olor a vodka de su boca. No quería que su madre supiera que, mientras su hermano moría, él estuvo de fiesta en un club. No se tomó la molestia de secar su cuerpo. En lugar de eso, caminó hasta el refrigerador. La ansiedad lo estaba matando, necesitaba comer cualquier cosa, comer, cepillar de nuevo sus dientes, vestirse, ir a darle la mala noticia a su madre, luego comer otra vez y quizá vaciar una botella de whisky directo a su torrente sanguíneo. Ese era el orden perfecto de las cosas.

Así lo hizo. Devoró el queso manchego que encontró y también unas cuantas rebanadas de pan, luego cepilló sus dientes otra vez y buscó en su armario la ropa más cómoda que tenía. No estaba de humor para trajes, así que tomó un suéter gris de algodón que desde hacía algunos meses no usaba. Lo encajó perfectamente en sus hombros fornidos y enmarcó su abdomen bien trabajado. Eligió un pantalón y unos zapatos deportivos. Se sentó en la cama, tratando de relajarse un poco, e inconscientemente recostó su cabeza contra la almohada, intentando calmar su ansiedad. Cerró los ojos y quedó inmerso en un sueño apacible.

 

Capítulo 4

La pobre Alma estuvo inconsciente durante algunas horas.

Despertó súbitamente, aturdida y alterada. Se levantó, y al apoyar los pies en el piso se dio cuenta de que se encontraba en el catre de su madre. Llevaba puesta ropa limpia. ¿Acaso todo habría sido una pesadilla? Caminó fuera de la habitación y vio una gran mancha marrón que se extendía por casi todo el suelo del rancho, las moscas caminaban y volaban alrededor, el olor a óxido aún podía sentirse. Los horribles recuerdos de lo ocurrido comenzaron a atormentarla y las lágrimas no tardaron en brotar descontroladas. Escuchó un ruido en el patio y se asustó. ¿Sería él? ¿Se habría salido con la suya después de todo? No se quedaría allí para averiguarlo, no después de todas las asquerosidades que le dijo. Recordaba aquellas palabras… «te quiero como mi mujer y quiero que me veas como tu hombre». «Jamás», pensó. Luego fue corriendo al humilde cuarto que compartía con sus hermanos. Al ver todos los catres vacíos y desordenados, se arrojó al suelo y comenzó a llorar despavorida. «Se han ido para siempre y todo es mi culpa», concluyó. Luego de unos minutos, recordó que tenía que escapar de aquel monstruo depravado, pero cuando llegó al lugar donde estaban sus pocas cosas, encontró una vieja maleta, roída por los años, desteñida y remendada varias veces. La abrió y allí estaban sus únicos cinco vestidos y sus dos pares de zapatos, algunas prendas íntimas, la bata para dormir, un abrigo, una manta y una pequeña bolsita de tela con unas cuantas monedas en su interior. Ahora más que nunca estaba confundida, ¿de qué se trataba eso? ¿Qué hacían sus cosas allí? ¿Quién lo había hecho?

—Con que ya estás despierta, ¡eh!

Alma reconoció la voz de inmediato, pero esta vez no sintió miedo, todo lo contrario, sintió alivio, por fin estaría a salvo. Se giró enseguida y corrió en dirección a esa conocida voz que tanto amaba. Anhelaba un abrazo, una palabra de aliento que la llenara de fuerzas para soportar la tragedia.

—¡No! —le advirtió su madre desde el umbral del cuarto—. No te atrevas, eres una maldición, ¡todo esto es tu culpa!

—¿Pero por qué dice usted eso? —preguntó petrificada.

Ya a Alma no le quedaban lágrimas, sin entender por qué el destino era tan cruel con ella, por qué de repente todo el universo se volvía en su contra, deseando en su interior que una ráfaga de fuego la consumiera lo más pronto posible; porque el único rayo de esperanza que podía volver a revivirla, ahora la acusaba del horror vivido.

—¿Que por qué te acuso? Ayer en la tarde el hijo de don Mario vino al rancho a pedir tu mano en matrimonio. Él es un buen muchacho, así que le dije que aceptaba su petición, pero tu papá se enfureció y se fue. Pensé que era normal, pues no quería que su hijita se casara. Muchos padres son, naturalmente, celosos de sus hijas. Pero entonces llegó en la noche, borracho, y entró en el cuarto buscándote como loco. Cuando no te vio, pensó que te habías ido con el hijo de don Mario y enloqueció. Sacó su machete y empezó a matar a los niños. Decía que eran un estorbo. Traté de detenerlo, pero me golpeó muy fuerte contra la pared y no supe más nada. Quizá creyó que ya estaba muerta. Cuando desperté y lo vi tocándote, cogí el machete y se lo enterré una y otra vez.

Alma estaba completamente inmóvil y no se atrevió a decir ni una sola palabra, mientras, su madre continuaba hablando.

—Ahora entiendo todo, la manera en la que te miraba, cómo te tocaba, cómo hablaba de ti y cómo te celaba de otros hombres; todo tiene sentido. Estaba obsesionado contigo, y cuando sintió que estaba a punto de perderte, se volvió loco. He pasado toda la madrugada cavando una tumba donde poder enterrar los cuerpos de mis hijos. Tuve que descuartizar el cuerpo del hombre con el que viví toda mi vida para poder arrastrarlo fuera y quemarlo como la basura que era. Si no hubiese sido por ti, nada de esto hubiese pasado. Fui traicionada por la belleza de mi propia hija. Ahora, cada vez que te veo, veo la maldad de tu padre reflejada en ti.

—Yo no entiendo, no tengo la culpa de ser quien soy o de que papá… —le costó pronunciar la palabra—… se haya vuelto loco, nunca hice nada para provocarlo y lamento mucho que mis hermanos hayan pagado el precio de su locura. Hubiese preferido morir en lugar de todos ellos, y si lo que quieres es acabar con mi vida como recompensa por tu dolor, bien, puedes hacerlo, un favor me harías porque ahora más que nunca lo que deseo es la muerte.

Su madre la escuchaba en silencio.

—He arreglado tu viaje a la capital con don Augusto y su esposa para esta tarde. Ya he hecho tu maleta y pagado por el viaje con unas cuantas gallinas del corral y dos marranos. El dinero que está en la bolsa es para ti. Procura no decirles que llevas dinero contigo o correrás peligro de ser estafada. Cuando llegues a la capital, ten cuidado a quién preguntas, no pidas ayuda a hombres, intenta pedir información solo a mujeres. Averigua la dirección de la familia Montreal. Tu abuela trabaja para ellos desde siempre. Seguramente te darán asilo a cambio de trabajo. Por favor, no le cuentes a nadie nada de lo ocurrido. A tu abuela le dirás que escapaste y que no quieres regresar nunca más; ella lo entenderá y no preguntará nada. No escribas ni vuelvas, no quiero volver a verte en lo que me queda de vida.

La dureza con la que pronunció cada palabra fue devastadora para Alma, pero, aun así, guardó la compostura y decidió no rogarle a su madre, después de todo, ella también deseaba huir de ese lugar y podía entender, en cierto modo, la amargura y el odio que en ese momento su madre sentía.

El camino hacia la capital fue largo. Alma lloró silenciosamente. En la carreta viajaban también otras cinco jóvenes que habían sido enviadas por sus padres para que trabajaran en la capital. Ninguna dijo nada, nadie preguntó por qué su cara estaba hinchada y llena de moretones color lila; indudablemente, cada quien estaba inmersa en sus propios pensamientos.

Al caer la noche, se orillaron a un costado de la carretera. Era la primera noche que pasaba fuera de su casa. El viejo don Augusto, junto con su esposa, armó dos toldos improvisados y un fogón en donde pusieron a cocer un caldo de verduras, simplón y aguado, que a duras penas pudo saciar el hambre atroz de todos los presentes. Alma se abrigó con la manta que su madre había empaquetado para ella. Aún tenía impregnado el olor de sus hermanos. Permaneció sentada junto a las brasas humeantes hasta que por fin quedó abatida por el sueño y se recostó allí mismo, en el suelo. Al llegar la madrugada, reemprendieron el viaje, de modo que temprano en la mañana las jóvenes ya estaban descubriendo las calles de piedra y las edificaciones modernas tan coloridas de la capital. El amanecer apenas pintaba de rojo el cielo. Cuando llegaron, serían alrededor de las cinco.

Las calles estaban casi vacías, pocas personas paseaban por ellas. Algunas de seguro volvían a sus hogares después de una noche de parranda y otras iban camino a sus empleos. Don Augusto hizo una última parada en la plaza. Desde allí cada quien debería agarrar su propio camino. Nadie dijo nada, poco les importaba el destino del otro. Alma comenzó a caminar, cuando de repente notó que una de las jóvenes se le había pegado atrás.

—¿Adónde vas? —preguntó la joven con determinación.

—A buscar a mi abuela, ¿y tú? —respondió Alma sin muchas ganas de prolongar la conversación.

—Nuestros padres nos enviaron aquí para fregar los asquerosos pisos de los ricachones, pero ninguna de nosotras está de acuerdo. No somos unas esclavas, así que vamos a ir al burdel más grande de la ciudad a pedir trabajo. Ellos no tienen por qué enterarse. De vez en cuando escribiremos diciendo que conseguimos trabajo como criadas de alguna familia española y ya. ¿Quieres venir con nosotras?

—¿Burdel? —preguntó confusa. Alma nunca había escuchado esa palabra antes.

—Sí, ya sabes, ese lugar donde te visitan hombres. No es como si no lo hubiésemos hecho antes, solo que esta vez van a pagarnos, y si tenemos suerte, algún ricachón se enamorará de nosotras y nos dará enormes propinas y regalos lujosos. Eso fue lo que dijo Juana Soledad la última vez que visitó el pueblo, ella tiene tantos clientes que incluso se retiró del burdel y compró su propia propiedad, donde algunos de sus clientes la siguen visitando.

—Creí que Juana Soledad trabajaba para una familia inglesa —dijo Alma, inocentemente, haciendo reír a la joven.

—Ya veo por qué todos los hombres del pueblo te deseaban y por qué todas las muchachas decían que eres una mosquita muerta. Aunque en verdad nunca creí que fuera cierto, ahora veo que es así.

Alma no quiso seguir esa conversación sin sentido, y mucho menos sentirse atacada nuevamente sin ninguna razón.

—Pues les deseo suerte —dijo—, pero ya me tengo que ir.

—Cuando te canses de revolcarte a cambio de nada, puedes venir a buscarme. Mi nombre es María Catalina, aunque pienso usar uno falso, no lo he pensado bien aún. Quizá algo exótico como Flor Salvaje; sí, ese me gusta. Cuando pases por el burdel, pregunta por Flor Salvaje y me encontrarás. Suerte, y no tardes mucho, la belleza no dura para siempre.

Alma asintió, esperando que eso fuera suficiente para despedirse y deseando no tener que preguntar por Flor Salvaje nunca en su vida. Tomó su maleta, y cuando caminaba desorientada por la plaza, en uno de los bancos vio sentada a una anciana que alimentaba a unas palomas. La contempló un instante y fue hasta ella.

—Disculpe, señora —le dijo a la mujer—. ¿Sabe usted dónde vive la familia Montreal?

—Claro, mijita —respondió esta—, todos aquí sabemos dónde viven los Montreal, si ellos prácticamente son los dueños del pueblo. Tanto es así que cuando el patrón don Jacinto murió, todo el pueblo estuvo de luto. Murió tan joven. Digo, ya estaba casado y con hijos, era un hombre ya, pero tendría unos cuarenta años cuando murió. Aunque de eso ya hace varios años. Lo único bueno fue que su hijo mayor regresó para hacerse cargo de sus tierras y sus negocios, pues el otro no hace más que apostar y beber. El otro día iba yo…

—Disculpe que la interrumpa —dijo Alma a la señora, cortésmente—, pero quisiera saber hacia qué dirección debo caminar. ¿Es muy largo el camino?

—¡Ay, mijita! Hay que caminar casi tres horas enteras para poder llegar a la hacienda, aunque a sus tierras se llega a los pocos minutos de empezar el recorrido. Ellos son los dueños de muchas tierras. Uno casi puede perderse allí…

La anciana hizo una pausa para tomar aliento y luego retomó.

—¿Y piensa ir usted sola? No es bueno que una jovencita ande por esos lares sola. A estas horas tan tempranas siempre anda uno que otro cazador por ahí, aburrido, y solo Dios sabe qué son capaces de hacerle si la ven sola. Son unos sinvergüenzas mujeriegos y bebedores de aguardiente que lo único que hacen es estorbar. Dios nos libre de esas plagas y mande un rayo sobre todos los prostíbulos, porque son lugares de mala muerte que…

Alma volvió a interrumpir el sentido discurso de la viejecita senil y le explicó que realmente necesitaba llegar a ese lugar temprano. La mujer le indicó cuál era el mejor camino a seguir. Alma le agradeció y se fue.

Durante el trayecto, la joven caviló una y otra vez en todos los acontecimientos que le ocurrieron en tan poco tiempo. Casi no había tenido oportunidad de llorar debidamente la muerte de sus hermanos y el rechazo de su madre, de liberar algo de la tristeza que se asentaba en su corazón. Sentía en su interior que nunca sería capaz de sonreír otra vez y que no volvería a confiar en ningún hombre. ¿Cómo confiar en alguno después de que su propio padre quisiera violarla? El dulce aroma de las flores silvestres distrajo sus pensamientos y ella pudo, por primera vez, admirar el paisaje. Al principio solo veía un camino amarillento con algunos árboles, pero a medida que avanzaba, más denso se volvía el bosque poblado de frondosos árboles que vestían de elegancia el sendero, adornado también con flores de diversos tamaños, formas y colores. Pensó que nunca había visto algo tan bonito en su vida, y una leve sonrisa se posó en sus labios sin darse cuenta. Estaba sonriendo otra vez al menos. Cortó una flor roja y la puso en su cabello.

Entonces continuó el camino, durante varias horas hasta que se sintió agotada, acalorada y hambrienta, así que decidió adentrarse un poco más en el bosque para buscar un lugar donde descansar sus pies por un momento. Decidió recostarse sobre el verde manto que cubría el suelo. En el silencio pudo escuchar un sonido que le pareció casi milagroso: se oía una corriente de agua. Caminó un poco siguiendo el sonido. En efecto, allí corría un río. Al encontrarlo se sorprendió por la claridad de sus aguas y, sin dudarlo, se desprendió de su vestido, casi transparente por los años de uso, para después sumergirse lentamente en las aguas cristalinas. Feliz por el hallazgo y disfrutando del momento, no se percató de que era observada desde los matorrales por un depredador, que al contemplar la hermosura de su cuerpo se llenó de lujuria y deseo. La piel reluciente y las líneas esbeltas de aquella joven lo invitaban, cada vez más, a pecar. Ajena a todo, Alma se volteó y dejó a la vista sus dos enormes y redondeados pechos, cuyos pezones color miel estaban erizados por el frío de aquellas aguas heladas. Sin saber siquiera el terrible mal que la aguardaba, la joven se relajó sobre la superficie del río y dejó que su cuerpo flotara. Esta imagen pervirtió aún más los pensamientos malévolos de aquel animal de rasgos humanos, que desde los matorrales la observaba. Cuando estuvo más fresca, Alma se sumergió por última vez antes de salir y aprovechó para tomar un buen trago de agua. Una vez en la orilla, se puso el viejo vestido blanco. Este se adhirió a su cuerpo, moldeando sus senos, que podrían volver loco hasta al más cortés de todos los hombres. La joven Alma cogió su maleta y se dirigió hacia la senda principal, fresca e hidratada. De pronto, escuchó el crujir de los matorrales; pensó que sería algún animal e instintivamente volvió la mirada. Fue entonces que se vio sorprendida por una figura de casi dos metros de alto. El rostro del hombre se perdía en las sombras de los árboles, pero se distinguía una maliciosa sonrisa en él. Ella empezó a correr, pero su paso no alcanzaba para alejarse de aquel agresor, cuyas largas piernas lo acercaban más y más, así, en solo unos instantes, aquel monstruo de cuerpo humano la derribó sobre el monte seco y húmedo. La suerte de la pobre Alma era tan lúgubre como su futuro.

—¡Suélteme, infeliz! —alcanzó a gritar, aterrorizada, mientras veía como los grandes ojos brillantes de aquella bestia la devoraban con locura. El hombre le tapó la boca con su enorme mano.

—¿Se puede saber qué hace una jovencita como usted merodeando por mis tierras? —le susurraba mientras hurgaba en su cuello y la comisura de su pecho con la nariz, y le rasgaba el vestido—. Creo que tendré que darle un castigo para que aprenda a respetar tierras ajenas.

La pobre Alma meneaba la cabeza de un lado a otro, tratando de zafarse, pero era inútil. Cuando ya empezaba a resignarse, se escuchó en la cercanía el grito de una voz varonil.

—¡Fernando! —pronunció la voz.

Alma sintió alivio. Quizá alguien la ayudaría a salir de esa tortura. Pero luego un pensamiento enturbió el fugaz alivio: ¿sería posible que los dos hombres se juntaran para hacerle daño? No pudo evitar que las lágrimas le mojaran el rostro.

—¡Maldición! —exclamó el agresor, contrariado.

Por un momento, creyó que podría escaparse de su hermano la mañana entera. ¡Cómo se arrepentía de no haber salido más temprano! Se levantó del suelo. De un jalón puso de pie a Alma y le advirtió que se quedase callada si quería seguir con vida. La llevó con él como si fuese una prisionera de guerra.

—Con que ahí estás. Te he estado buscando un buen rato. Se supone que debías estar acompañando a nuestra madre. Te dije que yo no podría acompañarla en la mañana por reuniones de negocio. ¿Quién es esta mujer? —preguntó el recién llegado, desconcertado al ver a su hermano con una joven golpeada, cuyas vestiduras aparecían rasgadas y embadurnadas con tierra, el cabello revuelto y lleno de pequeños trozos de hojas secas.

Alma tenía la respiración entrecortada y la mirada gacha.

—¿Pero qué le has hecho a esta pobre mujer? ¿Acaso has perdido la cabeza? —le reclamó mientras le arrebataba de las manos a la pobre Alma.

—Que yo no le he hecho nada, la he encontrado en esas condiciones. ¿Qué, acaso piensas que soy un animal? Pues no, solo he querido ayudar a esta jovencita.

Aunque sabía que su hermano había tenido mucho que ver con el estado de aquella forastera, no quiso iniciar una discusión con él. Se detuvo un momento a mirar a la joven.

—Pero mírate, debes estar cansada y hambrienta. Te llevaré a la hacienda para que puedas asearte, cambiarte y comer un poco, luego podrás irte a tu hogar. No querrás que tus padres te vean en estas condiciones, ¿verdad?

—¡Ah, por favor! ¿Ahora también vas a darle asilo a esta mujerzuela? Mírala bien, merodeando en nuestras tierras; no es más que una cualquiera sin hogar, quién sabe qué otras malas mañas tiene y tú queriendo llevarla a la casa —lo interrumpió su hermano, asqueado con tanta bondad.

—¿Qué? ¿Acaso no era lo mismo que querías hacer tú, ayudarla?

—Yo solo quiero irme, po… po… por favor, déjeme ir, prometo no entrar otra vez en sus tierras —dijo Alma mientras intentaba cubrir la semidesnudez de sus senos, rodeándose a sí misma con los brazos.

—Acompáñame.

El hombre la tomó de la mano y la llevó por el sendero que conducía al lugar en el cual había dejado a su caballo pastando mientras él iba de caza. Cerca del animal se veía una carreta vieja que el hombre había llevado consigo por si acaso cazaba algo más grande que un par de conejos salvajes. La acompañó hasta la carreta misma, la cogió suavemente por los hombros, la miró a los ojos y le preguntó su nombre.

—Alma —contestó ella en un susurro desganado.

—Tienes un hermoso nombre —le dijo, al tiempo que soltaba uno de sus hombros con el fin de apartar el cabello que le cubría el rostro y llevarlo detrás de su delicada oreja. Esa era la primera caricia tierna y desinteresada que había recibido de un hombre en su vida, pero, aun así, seguía sintiendo miedo, miedo de que esa realidad, por más linda que fuera, terminara siendo una trampa.

—Alma, quiero que subas y te cubras con una de las mantas que están allí, mientras yo voy a buscar mi caballo para atarlo a la carreta. Por favor, no huyas, te prometo que todo estará bien.

Alma asintió, aunque una parte de ella quería huir. ¿Pero qué sentido tendría? Estaba cansada, hambrienta y sucia. ¿Adónde iría? Aceptaría la ayuda y luego buscaría a su abuela.

El viaje se le hizo un poco largo, pero no era capaz de adivinar cuánto tiempo pudo haber pasado. Alma, sorprendida, pensaba en cómo un hombre podía poseer tantas tierras. La visión de la hacienda a lo lejos interrumpió sus pensamientos. Nunca había visto algo así. La estructura la impresionó por lo hermosa. A medida que fueron acercándose, Alma contempló los muros de piedra adornados con enredaderas verdes, las puertas y ventanas de madera sabiamente talladas y barnizadas de color caoba. Pensó que no tenía mucho sentido maravillarse con la hermosura de aquel lugar, después de todo, solo estaría allí por un momento.

—Señor —dijo una sirvienta al hombre al recibirlos—, qué bueno que no se entretuvo, su madre está empeorando, hemos enviado a llamar al doctor, pero aún no llega.

Ante estas palabras, el hombre subió de inmediato al cuarto de su madre, dejando a Alma en el vehículo. Una vez en su recámara, la vio recostada en la cama, con delirios de fiebre y sangrado de oídos y nariz.

—Madre, lo lamento tanto, no he debido dejarte sola. Le pedí a Fernando que te acompañara, pero veo que ni por ti se preocupa —dijo.

Se sentó a su lado y pasó con delicadeza la mano por su frente. Al hacerlo, sintió el intenso calor que calcinaba sus sesos y la sudoración excesiva que esto provocaba al cuerpo de la enferma. Se levantó rápidamente en busca de un tazón con agua y de un paño de algodón con el cual humedecer su frente.

Mientras tanto, Alma seguía en la carreta, arropada, esperando por el hombre que la había rescatado, temerosa de salir. De pronto, una criada se asomó al carro y puso el grito en el cielo cuando, en vez de conejos, patos o venados, vio a una mujer que lucía maltratada y con expresión de moribunda.

—¡Santo cielo! ¿Pero qué te ha pasado, mijita? —exclamó mientras la ayudaba a bajar de la carreta.

Alma, que aún seguía envuelta en la manta, sintió miedo de decir la verdad porque recordó las palabras de su agresor, «si dices algo, te mataré». Así que le dijo que se había perdido en el bosque y que el dueño del carro le había ofrecido ayuda.

—Ay, mijita, ¿cómo así que estabas perdida en el bosque? ¿Acaso no eres de estos lares? Pobrecita, debes de estar hambrienta. Venga, vámonos pa’ la cocina, pues pa’ que comas algo porque ya pareces una muerta.

Caminaron hasta la cocina. Alma se sentó y la criada le sirvió unas rebanadas de pan y queso y una gran taza de café con leche.

—¿Y qué te trae por aquí? —preguntó la mujer.

—Pues —respondió Alma con timidez—, yo me he quedado huérfana y he venido a buscar a mi abuela, ella es el único familiar que tengo y es la única que puede ayudarme.

—Ay, mijita, lo siento mucho, yo también perdí a mis papaítos cuando era jovencita, así como tú, pero qué bueno que tienes a tu abuelita. ¿Y cómo se llama tu abuela? ¿Vive en el pueblo?

—Su nombre es Rosa y lo único que sé es que trabaja para la familia Montreal. Yo estaba buscando esa hacienda cuan…

—¿Cómo dijiste? —la interrumpió la criada.

—Que mi abuela se llama Rosa —dijo Alma, confundida.

—No, mijita, lo otro, ¿dijiste que trabaja para los Montreal?

—Sí, eso dije. ¿Los conoce? ¿Sabe dónde viven?

—¡Pero, mijita! ¡Esta es la casa de los Montreal!

Alma quedó perpleja. ¿Su abuela estaba allí? Eso significaba que con quienes se topó en el bosque eran los patrones de su abuela. Ahora tendría que vivir allí bajo el techo del hombre que había intentado violarla.

 

Capítulo 5

Robinson llegó a la casa de su madre. Estaba silenciosa, como siempre. María, el ama de llaves, le dio la bienvenida, asegurándole que estaba mucho más alto desde la última vez que lo había visto. Robinson le rectificó que ya no era un niño, que los hombres dejan de crecer en promedio a los veintiún años y que, como ya hacía más de una década que había pasado la edad límite, era prácticamente imposible estar más alto.

—Para mí, siempre serás mi niñito —le respondió María, pasando la mano con suavidad por el rostro de Robinson.

Él sonrió, le gustaba llevarle la contraria y hacerla enfadar, aunque la amaba como a su propia madre, ya que, en los hechos, lo era. Su verdadera madre, Sophia, nunca pudo recuperarse de la muerte de su esposo y, debido a esto, estuvo casi ausente en la vida de sus dos hijos, Roberto y Robinson.

—¿Y mi niño Roberto dónde está? —preguntó María.

—¡Ay, nana! —exclamó Robinson tapando su rostro con una mano.

—¡Ay, mijito! Yo sé que es difícil. —María abrazó a Robinson y acotó—: Uno no se acostumbra a la muerte de un ser querido. —Al escuchar la última frase, Robinson se estremeció.

¿Qué? Nana, ¿a qué te refieres?

—Pues a tu padre, mijito, hoy es el aniversario de su fallecimiento. Otro año más ha pasado y parece como si hubiese sido ayer.

—No, nana, no, debes estar equivocada —dijo Robinson, pálido, ¿su hermano había muerto el mismo día que su padre y de la misma manera? ¿Cómo había sido posible? ¿Acaso era víctima de alguna broma siniestra del destino?

—¿Qué pasa, mijito? Parece que hubieses visto un fantasma.

—No, nana, es algo mucho peor, mucho peor. —Robinson se derrumbó en llanto—. Nana, mi hermano está muerto. Murió hoy, nana.

María se desplomó sobre el sofá. Ya era una mujer mayor. Se agarró el pecho y arrugó la cara. Su corazón estaba sufriendo. Robinson quiso llamar a una ambulancia, pero ella se rehusó, asegurando que estaría bien. María se acurrucó en el sofá y comenzó a llorar, desconsolada. Robinson no quería dejarla sola, pero debía ir a darle la noticia a su madre, así que le dio un beso en la frente a su nana, subió por las escaleras y caminó hasta la habitación de Sophia.

—Mamá, tengo que decirte algo, yo no sé… —Robinson se detuvo a media frase, a la vez que pasaba la mano por su cuello de forma neurótica, pensando en cómo podía hacer la noticia menos dolorosa. No había forma, su madre moriría de pena.

—Ya sé a qué has venido. Por favor, no lo digas, no quiero escucharlo otra vez —le dijo ella mientras seguía regando con lágrimas su almohada.

¡Oh, madre, cómo lo siento! Yo no sé qué decir, me duele, y aunque yo mismo vi su cuerpo sin vida, aún no lo creo, aún sigo esperando despertar de este drama que parece una pesadilla. Y ahora estás llorando y yo no puedo hacer nada… Yo no quería que te enteraras por medio de los policías, esa gente no tiene escrúpulos, seguramente…

—¿Policías? ¿Qué policías? —respondió la madre con un tono demencial—. Después de treinta y dos años la volví a ver otra vez y supe que pasaría de nuevo.

Robinson se compadeció de su pobre madre, si antes había quedado permanentemente descompuesta, ahora sí enloquecería para siempre.

—Madre, debes descansar, le pediré a alguna de las empleadas que las atienda, a ti y a la nana, en todo lo que necesiten. Yo debo ir a la funeraria a empezar el papeleo para el entierro. Lamento dejarte sola, te prometo que volveré pronto. Intenta comer algo, por favor.

—Tú eres el próximo, eso fue lo que dijo —replicó la madre, quien seguía llorando con desconsuelo.

Antes de salir, Robinson le dio un calmante y puso el frasco fuera de su alcance.

Se encargó de todos los trámites para el entierro, solo esperaba que el cuerpo de su hermano le fuera entregado. Durante todo el proceso se dio cuenta de lo solitaria que era su existencia en el mundo. El día que su padre murió, en cierta manera, su madre también lo hizo, dejando a los hermanos a su propia suerte. Pero ahora Roberto ya no estaba allí. Aunque se habían separado un poco durante los últimos años, eso no cambiaba el hecho de que él era su único amigo, el único en quien podía confiar y recurrir en momentos difíciles. Ahora solo estaba rodeado de hipócritas que querían estar junto a él por su dinero. Y él lo sabía.

Esa noche, cuando recogía la ropa que dejó tirada en su baño, una pequeña tarjeta blanca salió del bolsillo de su chaqueta. Mirándola recordó a aquella mujer que lo había ayudado sin ningún interés, a pesar de que no lo conocía y de que le había vomitado encima. Entonces, fue en busca de su teléfono.

—¿Hola? —contestó Paula.

—Hola —respondió él—. Yo solo llamaba para darte las gracias por tu ayuda esta mañana.

—¡Oh! ¿Eres tú? Creí que no llamarías.

—Sí, la verdad es que tampoco lo creí, pero encontré tu tarjeta entre mis cosas y decidí llamar. Oye, ¿crees que sería extraño si te pido que me acompañes al funeral de mi hermano?

—Bueno… En verdad, sí, es un poco extraño… No lo conocí a él. Ni siquiera te conozco a ti…

—Lo sé, pero me puse a pensar… Mi hermano no era nada sociable, así que la mayoría de los que estarán presentes ni siquiera lo conocieron. Yo estoy rodeado de buitres que dicen ser mis amigos, pero la verdad es que ninguno realmente lo es. Quisiera honrar su memoria llevando solo a las personas que realmente importaron en su vida, el problema es que ambas están locas. Yo estoy solo y los pocos familiares que tenemos no son ni siquiera familiares cercanos y… Lo que quiero decir es… No quiero estar solo.

—No vas a estar solo, yo estaré allí contigo.

—Gracias. Bueno, aún no tengo fecha porque la Policía tiene el cuerpo de mi hermano, lo están examinando; pero en cuanto la tenga, te avisaré e iré por ti, ¿estás de acuerdo?

—Claro.

Paula y Robinson hablaron durante un rato más. Si bien se encontraba destrozado por la muerte de su hermano, él sintió algo de alivio al saber que alguien lo acompañaría. Aunque no habló demasiado, también era reconfortante tener quien lo escuchara. Ella, inesperadamente, sintió simpatía por él, aun cuando eran perfectos extraños, y lo escuchó con gusto. Al terminar de hablar, cada uno, por su lado, sentía satisfacción por haberse conocido.

 

Capítulo 6

El día de la sepultura, Robinson se apretó la corbata como si ciñera su propia horca. Recogió una rosa del arreglo floral que adornaba la lúgubre escena y, con paso lento y desgarbado, se abrió camino entre la multitud. La rosa blanca que llevaba en su mano izquierda se tiñó con delicadas gotas rojas al llegar al féretro. Intentó depositarla sobre el cristal, pero las espinas se aferraban a su piel. Él no sentía nada, no después de ver su propio destino reflejado en el ataúd de su hermano. Su madre estuvo sedada durante todo el sepelio, inmóvil. María intentaba distraerse de su dolor repartiendo café y chocolate caliente. Ese día, Paula permaneció al lado de Robinson como acordaron, pero su presencia se debía más al deseo de estar junto a él, uno que recientemente había despertado en ella, que por su promesa en sí. En cierto momento, mientras Robinson daba las salutaciones de rigor, Paula sintió deseos de decirle algunas palabras a la madre.

—Señora Sophia, quisiera darle mi más sentido pésame, sé que no me conoce, pero quiero que sepa que cuenta con mi apoyo.

—Aléjate de él —le dijo sin titubear—. Tú pareces ser una buena muchacha, aléjate de él.

—¿Disculpe? —le interrogó confundida.

—Mi hijo tiene los días contados, será mejor que te alejes de él. —Paula quedó boquiabierta y confundida. En ese momento, llegó Robinson.

—Oh, aquí estás —dijo—, te estaba buscando, estoy a punto de llevar a mi madre y a mi nana a casa, ¿quieres acompañarme?

—Sí, claro —dijo, dirigiendo una mirada de intriga a Sophia.

Luego de dejar a las señoras en casa, se encaminaron al apartamento de Robinson. Junto con ellos fue un grupo de conocidos relacionados con el negocio familiar. Al llegar, se instalaron en la sala. Robinson podía sentir la incomodidad de los invitados. Lo conocían muy poco y se limitaban a compartir recuerdos muy breves del fallecido. En lo posible, trataban de evitarlo y, en cambio, entablaban conversaciones superficiales entre ellos. Paula, que no se apartaba del lado de Robinson, advirtió esto y trató de distraerlo, bromeando sobre lo aburridos que eran. En algún momento, sin embargo, recordó las palabras que le dirigió su madre.

—Tu madre me ha dicho algo perturbador —le dijo ella—. ¿Estás seguro de que no necesita ayuda psiquiátrica?

—¡Oh! Mi madre ha estado en un mundo paralelo desde que papá murió, lamento mucho que te haya asustado. Ella era una persona tan diferente… Nunca volvió a ser la misma después de su muerte.

Al anochecer, se empezaron a retirar los invitados. Esto fue un alivio para Robinson, quien propuso la idea de ir a su apartamento por mera cortesía y formalidad. Después de todo, eran personas importantes en la empresa y todo indicaba que él tendría que hacerse cargo de la misma.

Paula fue la última en retirarse. De alguna forma, a lo largo del día se había establecido una suerte de complicidad entre ambos. Ella confirmó su apoyo al recordarle que, si por alguna razón necesitaba de su ayuda, podía llamarla sin dudar. Entre ellos, una amistad comenzaba a nacer.

Cuando Robinson se quedó solo, recibió una llamada.

Buenos días, señor Montreal —dijo el oficial Marcos—. Es el oficial Marcos Isla. Lamento molestarle en este momento, pero me pareció que era mejor informarle que el caso de su hermano fue declarado como suicidio y cerrado definitivamente. Si quiere usted revisar el informe del forense, está a su disposición.

—Le dije que no perdiera su tiempo, oficial, pero gracias por tomarse la cortesía de llamar —dijo Robinson, apurando las palabras para evitar seguir hablando del asunto—. Ahora, si no le molesta, debo seguir trabajando. Que tenga usted una larga vida y espero no verlo nunca más, nada personal, espero que lo comprenda.

La apariencia de que a Robinson no le importaba nada, en absoluto, la muerte de su hermano, era solo eso, apariencia. En realidad, estaba muy enojado en su interior, pues no podía entender por qué su hermano hizo lo que hizo. Estaba enfadado con él, consigo mismo y con el mundo, porque seguía girando sobre su propio eje sin importarle un pepino su tragedia. El mundo no se detenía, las personas seguían el curso de sus vidas y el tiempo no esperaba por él.

 

Capítulo 7

Paula era una mujer más bien pragmática, pero con un sentido agudo de compasión. Tanto que a veces se recriminaba por ello. Algo así le ocurrió con Robinson. Es decir, ¿qué mujer en su sano juicio le da su número de teléfono a un borracho que le acaba de vomitar la camisa? «Acaba de perder a su hermano», pensaba para sí, «tómatelo con calma». Luego, cuando la llamó para pedirle compañía en el funeral, dijo que sí casi automáticamente. «Solo lo acompañaré al funeral. Solo eso», se dijo. Cuando se vio ofreciéndole su apoyo para los días siguientes, ya no supo qué decirse. Lo único que pudo pensar fue «ay, Paula, qué vamos a hacer contigo».

Razones no le faltaban para pensar así. Había acumulado unas cuantas malas experiencias, producto de sus acercamientos a hombres en mala racha, o que simplemente estaban pasando por algún tipo de crisis. De hecho, era la causa de que hubiera abandonado la carrera, justo cuando ya no le faltaba nada para terminarla. Ahora solo quería ahorrar dinero para viajar y por eso mantenía dos trabajos.

Pocos días después del funeral, Robinson la volvió a llamar para verse. No obstante, rechazó la invitación inventando alguna excusa que, aunque no era mentira, sabía muy bien que podría haber obviado si realmente lo hubiera querido ver. Y lo extraño era que en verdad quería verlo. Pero no quería volver a caer en la misma trampa. Estaba intentando resistirse, y solo ella sabía cuánto le costaba. Sobre todo porque Robinson era muy distinto a los hombres con los que había salido, la mayoría contemporáneos suyos, conocidos del trabajo o de la universidad. Incluso se le hacía diferente a aquellos hombres mayores que la habían cortejado. Al menos esa era la impresión que podía esbozar, ya que ambos apenas se empezaban a conocer. Sin embargo, ese día que pasó con él, acompañándolo en el funeral, le resultó claro que Robinson pertenecía a una familia privilegiada y distinguida. No era que Paula fuera superficial, era un hecho evidente por sí solo. Por otro lado, él parecía compartir esa mezcla de soberbia e ímpetu que ella había advertido en otros hombres con dinero, el de creerse dueños de todo lo que ven y tocan. Ahora bien, quizá por los cambios que estaban ocurriendo en su vida, producto de la pérdida de su hermano, también pudo distinguir una genuina cortesía y amabilidad. Además, no cabía duda de que era un hombre muy atractivo y algo misterioso. Todo ello resultaba una tentación difícil de resistir.

Y lo había logrado. Sin embargo, el azar (o el destino, si preferimos verlo así) los llevó a encontrarse una noche, saliendo del cine. Habían disfrutado la misma película sin saberlo. Paula había ido con una amiga. Por su parte, Robinson fue solo y llegó tarde, un poco después de comenzada la función. Era un filme de terror, sobre un hombre que trataba de escapar —inútilmente— de un fantasma que terminaba matándolo. Una película más bien lúgubre que, sin embargo, les dio a Paula y Robinson la oportunidad de intercambiar algunos comentarios graciosos y burlones que sirvieron para romper el hielo entre ellos cuando se encontraron a la salida. Al comienzo, la amiga de Paula los acompañó, pero, al sentir que estaba de más en la conversación, decidió dejarlos solos.

Esa noche, caminaron juntos un rato largo por iniciativa de ella. Para entonces ya pensaba que si la ciudad volvía a poner a Robinson en su camino, era inútil que se resistiera. Esta vez, él fue mucho más abierto con respecto al estado en que se encontraba, en relación con su duelo y al hecho de tomar las riendas de la compañía. Le confesó que era la primera vez que iba solo a una función de cine, pero había salido de una reunión importante y el estrés lo estaba sofocando. Le pidió al chofer que lo dejara en el cine, que estaba de camino a su casa, y compró una entrada para la película que hiciera menos tiempo que hubiese empezado. Necesitaba distraerse. Entre risas, le dijo lo mala que resultó la elección para tales propósitos, pero que, por otra parte, había sido la elección perfecta porque los llevó a encontrarse.

Paula, por su parte, le habló de su vida actual, de sus trabajos, sus deseos de viajar y esa piedra en el zapato en que se habían convertido sus estudios sin terminar. A decir verdad, le sorprendió el interés que mostraba Robinson por saber de ella, de sus gustos, de su perspectiva de las cosas. En realidad, el día del funeral no tuvieron oportunidad de una charla casual y relajada. No era el lugar ni el momento. Pero ahora se encontraba respondiendo a preguntas sobre sus platos de comida preferidos, los lugares que le gustaría conocer y también sobre temas del acontecer nacional. Sus respuestas, ella lo podía advertir, causaban impresión en Robinson. Después de todo, era una estudiante de Periodismo. Robinson la acompañó hasta el edificio donde vivía. Quedaron en cenar juntos ese mismo fin de semana.

Así, llegado el día, Robinson pasó a buscar a Paula y la llevó a cenar al restaurante de comida japonesa más prestigioso de la ciudad. Ambos se deleitaron con la comida y la conversación. Más tarde, también se deleitarían con sus cuerpos. Después de esa noche, empezaron a salir juntos de manera formal.

Durante los primeros meses, Paula sentía una satisfacción sin precedentes con la relación. Para ella, esta era principalmente emocional, pero claro que los regalos, las atenciones y las salidas a eventos exclusivos, además del buen sexo, también ayudaban. Sin embargo, había algo que impedía que diera rienda suelta a sus sentimientos. Ese algo empezó con sueños aparentemente inocentes. Eran sueños pesados que no llegaban a ser pesadillas, pero que dejaban un sabor amargo en su corazón. Eran imágenes difusas que no alcanzaba a distinguir del todo y que, poco a poco, la dejaron con un temor más agudo. Lo único que parecía cierto era que esos sueños solo los tenía cuando pasaba la noche junto con Robinson. Al principio se decía que eran solo sueños. Pero cuando se hicieron más frecuentes, hubo algo en su instinto que la hizo desconfiar de su extraña recurrencia. Por momentos, esa desconfianza salía a relucir en su rostro sin darse cuenta. Y cuando Robinson le preguntaba si pasaba algo, desechaba el asunto rápidamente quitándole importancia.

No obstante, la situación empezó a preocuparle en serio cuando la salud mental de la madre de Robinson se deterioró de forma vertiginosa. Claro que ya sabía sobre su estado delicado, pero, a pesar de eso, la primera vez que la señora intentó suicidarse, Paula se alarmó mucho. Cuando semanas después tal comportamiento volvió a repetirse, tuvo que reconsiderar sus sospechas, sobre todo por la renuencia de Robinson para hablar sobre su madre e, incluso, sobre su propia familia. La relación se había empezado a enfriar. Robinson estaba completamente absorbido por el trabajo y se veían poco en aquellos días. Entonces decidió tomarse la libertad de ir a visitar a Sophia, a quien casi no había visto desde el funeral. Fue entonces cuando la situación se volvió intolerable para Paula. Lo que la señora le dijo la llenó de espanto. A partir de aquello fue cuando empezó a alejarse definitivamente de Robinson. La última vez que habló con él, su madre estaba siendo internada en un hospital psiquiátrico. Había intentado asesinar a María.

 

Capítulo 8

Una noche, Robinson estaba durmiendo plácidamente cuando de repente sintió una presión en el pecho que iba en aumento, hasta volverse tan pesada que le impedía respirar. Comenzó a hundirse en el colchón de su cama como si estuviese sumergiéndose en una laguna pantanosa. Muy rápido abrió los ojos y vio una sombra encima de él. Quiso gritar, pero no podía abrir la boca; quiso moverse, pero su cuerpo no reaccionaba. Estaba completamente paralizado. La sombra comenzó a transformarse en una hermosa mujer que emanaba olor a flores. De súbito, la mujer comenzó a llorar y a gemir de una manera escalofriante; su rostro y su cuerpo empezaron a descomponerse frente a sus ojos de modo repugnante, al tiempo que el olor a flores se iba transformando en un hedor putrefacto que le provocaba náuseas. Luego de unos segundos de este proceso, del cuerpo de aquella mujer solo quedaron los huesos y, entonces, se esfumó mientras lanzaba un grito de ultratumba tan fuerte y agudo que recorrió cada vértebra, cada centímetro del cuerpo de Robinson, provocándole un prolongado temblor de terror que lo estremeció desde los dedos de los pies hasta la última hebra de cabello. Casi sin poder mover su propio rostro, miró de reojo hacia su mesa de noche y pudo ver en la pantalla de su reloj digital las cifras más escalofriantes: 4:45 de la mañana. Permaneció inmóvil durante toda la madrugada, con el profundo miedo de ser víctima de algún poder malévolo que ni siquiera sospechaba que podía existir. En su aterrorizada quietud, su mente comenzó a divagar y así recordó claramente aquellas palabras proferidas por el oficial Marcos: «Lamento tener que informarle que el día de hoy, a las cuatro y cuarenta y cinco de la mañana, hemos encontrado el cuerpo del señor Roberto Montreal sin vida dentro de su apartamento». Ya no pudo contenerse y las lágrimas comenzaron a caer de su rostro. Entonces tomó conciencia de lo más escalofriante de todo: hacía exactamente un año de esa conversación.

Esa madrugada, Robinson se vio obligado a permanecer en vela hasta el amanecer a causa de sus nervios. Si bien todas aquellas fantasmagóricas escenas de las que había sido testigo fueron espantosas, no estaba seguro de que hubiesen sido reales. Acaso su mente le estaba jugando una terrible broma o, tal vez, era la consecuencia de tanto estrés. Incluso llegó a creer que estaba sufriendo un derrame cerebral. Sí, eso en definitiva podría explicar por qué no podía moverse.

Creyó que moriría en pocos minutos y esperó, tendido en su cama sin poder levantarse, hasta que unos pocos rayos de luz comenzaron a colarse debajo de su puerta. Un nuevo día había llegado. Lentamente, trató de incorporarse. Su cuerpo tullido a duras penas obedeció su mandato. Comenzó a contar del uno al diez y, luego, prosiguió hasta veinte y continuó hasta llegar a cincuenta, repasó el abecedario, y al terminar todo esto comprendió que no era víctima de ningún derrame. Aun así, estaba decidido a chequearse con su médico de cabecera para salir de dudas.

Fue hasta el baño, la sensación del piso frío en sus pies era maravillosa, le recordaba que aún seguía vivo; lo mismo sucedió en la ducha, el efecto del agua fría sobre su piel fue refrescante, renovador. Esa era la única parte del día que, desde hacía mucho tiempo, realmente disfrutaba; la sensación del agua fría golpeando su piel lo preparaba para la rutina en la que se había convertido su vida, su actual vida. Cómo extrañaba sus días de soltero despreocupado, disfrutando de los placeres que le ofrecía el cuerpo joven y sensual de cualquier bella dama a cambio de vanidades y lujos pasajeros; y aunque en algunas ocasiones había tratado de volver a sus andanzas pasadas, había algo, o por qué no decirlo, alguien, que se lo impedía. Paula, o dicho de una mejor manera, el recuerdo de Paula, pues no la había visto desde hacía varios meses.

Así era desde la primera vez que sus cuerpos se encontraron en lo oscuro de su habitación, acariciándose, besándose apasionadamente como si no fuese a existir un mañana. Aún podía recordar los gemidos tan sensuales que de la boca de Paula salían, su aroma, su calor, la forma de su cuerpo y la suavidad de su piel. Todos estos recuerdos lo torturaban, nunca había pensado tanto en una mujer, y menos en una que no estuviese interesada en él, aunque era imposible creer que no lo estuviese. Él tenía todo lo que una mujer podía desear y estaba dispuesto a comprometerse en cuerpo y alma con ella. Entonces, decidió dejar el orgullo a un lado y tomó la determinación de buscarla y de volver a ser parte de su vida, no perdería ni un solo minuto más, su cumpleaños número treinta y tres no estaba lejos, su juventud se estaba acabando, y aunque físicamente lucía como un jovencito de veintitantos, en su mente algo había cambiado, anhelaba una familia, se cansó de estar solo, quería construir un hogar, e incluso tener un perro. Sí, un perro para los niños, los niños que Paula le daría.

Robinson estaba tan concentrado planeando su futuro que se olvidó de momento de la cita que tenía con el abogado de su difunto hermano. Al salir de la ducha, realizó una llamada a la oficina, canceló todas sus juntas laborales e informó a su secretaria que se tomaría el día libre. Primero iría a ver a Paula, luego asistiría a la reunión con el abogado.

Mientras conducía por el camino que llevaba a casa de Paula, iba preparando  su mente para todo lo que diría y todo lo que podría hacer. Le diría lo confundido que quedó por su repentino abandono y que, más que una excusa o una razón, buscaba otra oportunidad. En todo ello pensaba cuando una mujer se atravesó en su camino repentinamente y, al tratar de esquivarla, derrapó el auto hacia el otro borde de la carretera. Pero fue inútil, pudo sentir el impacto del cuerpo de la mujer contra el vehículo, lo que provocó que perdiera el control y se estrellara contra un poste de luz. Golpeó su cabeza en el volante y perdió el conocimiento. Despertó horas después en una habitación de hospital.

—Hola —dijo una voz femenina. Fue lo primero que Robinson pudo escuchar, aún aturdido, y volteó la mirada buscando aquella voz tan familiar. Sonrió, era ella—. ¿Cómo te sientes? Fue un golpe duro ese que te diste, estuviste inconsciente por unas horas —le dijo mientras le acariciaba el cabello.

—Estoy un poco mareado, y me duele mucho la cabeza, creo que… —En ese momento recordó el motivo de su accidente y se sobresaltó—. ¡La mujer! ¿Qué pasó con la mujer? ¿La maté? Yo no tuve la culpa, ella apareció de la nada —decía Robinson y trataba de incorporarse.

—Robinson, cálmate, ¿de qué mujer hablas? —indagó Paula, algo confundida, mientras apoyaba su mano contra el pecho de Robinson, evitando que se levantara, pues obviamente él aún seguía algo aturdido por el accidente.

—¡De la mujer que atropellé! ¡Oh, Dios mío! Debe de estar muerta —se quejaba mientras sujetaba su cabeza con ambas manos como si estuviera evitando que se cayera en miles de pedazos. El dolor que sentía era intenso.

—Cálmate, no hay ninguna mujer. Quizá fue un mal sueño, creo que estás delirando, voy a buscar a la enfermera.

—Te digo que atropellé a una mujer —exclamó Robinson antes de que Paula saliera—. ¿Piensas que lo estoy inventando?

En ese momento llegó el médico de guardia.

—Qué bueno que haya despertado, señor Montreal —dijo el doctor—. Su accidente fue algo leve. Le realizamos algunas pruebas para descartar contusiones o hemorragias internas y hasta el momento no hay malas noticias, solo moretones y golpes. Tiene usted mucha suerte, pero me temo que tendrá que quedarse bajo observación esta noche, solo procedimientos de rutina.

El doctor se detuvo un momento para pasar la página del historial médico y echarle un vistazo.

—Podrá irse mañana por la mañana —continuó de forma mecánica—, y no olvide que dentro de quince días tendrá que venir a un chequeo de rutina.

—Doctor —dijo Robinson—, mi amiga cree que estoy loco, pero yo estoy seguro de que mi accidente fue causado por una mujer que salió de la nada y a la que yo atropellé. Quiero saber cómo está esa mujer.

El doctor, evidentemente confundido, ojeó de nuevo la historia en busca de alguna observación, luego descolgó el teléfono de la habitación y llamó a la recepción del hospital, pidió información acerca del caso y tras unos segundos colgó.

—Puede usted estar tranquilo —le respondió al preocupado paciente—, ya que en su historial dice que el motivo de su accidente fue por pérdida del control del vehículo, y la enfermera acaba de ratificar esa información. Créame, si hubiese atropellado a una mujer, los policías estarían esperando por usted como buitres, así que quédese tranquilo, seguramente fue un mal sueño. Si necesita algo, no dude en llamar a las enfermeras. Hasta luego.

Paula le dirigió a Robinson una mirada cargada de ironía.

—¿Satisfecho? —le preguntó ella—. Te acaba de decir lo mismo que yo, pero a él no le haces un escándalo, ¿verdad?

—Quizá el motivo de mi enojo contigo se deba a algo más —replicó él—. Estuviste a mi lado varios meses sin problemas ni quejas y luego te fuiste sin ningún motivo. ¿Acaso te hice algo? Nunca me lo dejaste claro.

Robinson no perdió ni un solo segundo en sacar el tema, sin vueltas ni rodeos. Esto tomó por sorpresa a Paula.

—¿De verdad quieres discutir esto ahora? —respondió ella, tratando de evadir el tema que tanto le había costado ocultar—. No estás en condiciones de hablar.

—Por favor, no estoy desahuciado, solo fue un golpe en la cabeza, tú misma escuchaste al doctor. Es decir, no era lo que tenía en mente, pero aquí estamos, no prolonguemos más este asunto. ¿Qué fue lo que pasó? —preguntó de nuevo, con un tono de voz suplicante y al mismo tiempo demandante.

—Las cosas cambian —dijo ella, encogiéndose de hombros—. Ahora estoy enfocada en mi carrera. Al fin pude conseguir un excelente trabajo donde puedo desenvolverme en mi área de estudio y soy buena en lo que hago. Es algo muy importante para mí. No tengo tiempo ni cabeza para una relación.

—Me alegra —agregó él— que hayas conseguido el trabajo de tus sueños y que estés cerca de conseguir el oro al final del arcoíris, pero la verdad es que no creo nada de lo que dices. ¿Qué es esto? ¿Acaso estás terminando conmigo al estilo «no eres tú, soy yo»? Pues no parece justo para mí, creo que merezco una mejor explicación o, al menos, una mejor mentira.

Las palabras que salían de la boca de Robinson irritaron a Paula.

—¿Quieres saber la verdad? —preguntó desafiante—. Bien, te diré la verdad. Tú me mentiste —le dijo, señalándolo con el dedo índice de manera acusadora.

—¿De qué estás hablando? Nunca te he mentido, siempre fui sincero contigo, desde el primer día.

—Ocultar la verdad es una forma de mentir, y la información que tú me ocultaste definitivamente cambia las cosas.

Robinson estaba confundido.

—¿De qué verdad hablas? Te juro que siempre he sido sincero contigo. ¿Acaso piensas que te engañé con otra mujer? Si es por esa modelo rusa que nos encontramos en aquella cena de beneficencia, sí salí con ella, pero fue antes de conocerte y no…

—No me refiero a nada de eso —interrumpió ella—. Estoy hablando acerca de tus antecedentes familiares. ¿Cómo es que me mantuviste oculto algo tan serio? Eso en realidad me deja ver lo egoísta que puedes llegar a ser, solo piensas en ti, en lo que quieres, pero no piensas en el bienestar de los demás.

Robinson seguía abrumado y pensativo.

—¿Antecedentes familiares? —dijo él al fin—. ¿De eso trata todo esto? ¿Has estado evitándome durante meses por mis antecedentes familiares? Y dime, ¿qué fue eso tan horrible que encontraste que te hizo huir de mí?

El semblante de Robinson cambió por completo, ahora estaba oscuro y con rasgos de amargura en él.

—¡Ay, Robin! —replicó ella con cierto desconcierto—. Yo estoy cansada y, la verdad, no estoy de humor para esto. Y seguro que tú tampoco debes estarlo. Qué te parece si te visito cuando estés en tu casa y hablamos calmadamente, ¿sí? No me malinterpretes, yo sí quiero ser tu amiga y solo se trata de eso, de amistad.

Paula se inclinó y lo besó en la frente. Llevaba tanto tiempo sin tocarlo, sin estar cerca de Robinson, que ya se le había olvidado su olor y todo lo que en ella provocaba. Lo quería, quería estar con él más que nunca, pero sabía que eso significaría atar una soga a su cuello y dejarse caer. Amar no debe ser doloroso. Amar debe liberarte, no condenarte a la amargura. Y tener los días contados es una sentencia de muerte para ambos, si es que seguía a su lado. Paula sabía que debía apartarse de él, olvidarlo lo antes posible.

—Está bien, si así lo quieres —respondió Robinson—. Entonces te esperaré en mi casa, cuando quieras ir, solo avísame y allí estaré.

Paula asintió, le dedicó una sonrisa y salió de la habitación.

Robinson se quedó allí, solo, igual que siempre. ¿Qué había hecho con su vida los últimos años? ¿Por qué se sentía como un completo miserable? Pasó la noche en vela, recordando los pocos momentos realmente felices que vivió alguna vez, a su padre, a su madre, a su hermano, y poco a poco fue cayendo vencido por el poder invisible del sueño y el cansancio.

Al día siguiente fue dado de alta. El chofer de la familia fue a buscarlo, luego de que él lo llamara.

—Señor Robinson, ¿se encuentra usted bien? ¿Cómo es que no nos avisaron del hospital que usted estaba aquí? Hubiésemos venido, doñita María y yo, a atenderlo y acompañarlo.

—No te preocupes, no fue nada grave. ¿Cómo está mi María?

—Ella está bien, aunque últimamente quiere irse a su pueblito natal. Dice que aquí está muy sola y que es un delito vivir en una casa tan grande. Y, a decir verdad, patrón, yo también lo creo. Yo tampoco puedo seguir abusando de su hospitalidad. Desde que murió el señor Roberto, yo prácticamente me he quedado sin trabajo y la razón para no irme fue seguir ayudando a las señoras en la casa, pero la señora Sophia no está y doña María se quiere ir, y yo, bueno, no quisiera seguir siendo un estorbo.

—Por favor, Julián, acabo de salir de un hospital. En este momento lo que menos quiero hacer es escuchar tus tontas quejas. Por supuesto que no eres un estorbo. Ahora llévame a la casa, quiero comerme uno de esos desayunos que prepara mi nana.

—Pues eso va a ser de mucha alegría para María. La pobrecita ya está bien viejita y quejona. Se queja por todo y hasta me regaña. Por cualquier cosa me regaña.

Al llegar a la casa, la vieja María estaba parada en la puerta, expectante, como quien se prepara para recibir al amor de su vida. Y en cierto modo, así era, pues su vida la había dedicado por completo al cuidado de los niños Montreal, incluido el padre de estos. Desde los doce años, la vieja María había estado al servicio de la familia y, desde entonces, no se separó de ellos ni un instante.

—¡Mi niño! —le dijo mientras le apretaba las mejillas—. ¿Pero qué fue lo que pasó? ¿Cómo es eso que tuviste un accidente? ¡Ay, mi Dios bendito! Pero qué tragedia, ¿hasta cuándo nos seguirán pasando estas cosas? ¿Cómo te sientes, mijito? Ven para que te arrecuestes, no camines demasiado.

—Nana, no es nada. Estoy bien, en serio. Son solo algunos golpes y moretones, y la mayoría a causa de la bolsa de aire.

El semblante de Robinson pareció recomponerse.

—Lo único que quiero es comer. Tengo muchísima hambre —le confesó entre risas—, ya sabes que el menú del hospital no es mi favorito.

—Lo sé, mijo. ¡Ay, pobrecito! Pasando hambre como un loco. Ven, acompáñame a la cocina, que yo te preparo unos huevos, justo como a ti te gustan, y te hago un jugo de melón bien dulcito pa’ que te levante el ánimo. Mi pobre muchachito, cómo va a ser posible que me lo tuvieran solo todo el día y la noche.

—No te preocupes, no estuve solo todo el día —aclaró apenado.

—¿Ah, no? ¿Y quién estuvo contigo entonces?

—Paula. La tengo como contacto de emergencia porque no quería que te alarmaras, y, bueno, como te podrás imaginar, no podían contactar con mi madre, no en el estado en que está —dijo mientras masticaba un pedazo de pan dulce que había en la cocina.

—Así que la niña Paula estuvo contigo —dijo con cierta picardía en la voz—. ¿Y cómo está ella? La última vez que la vi fue antes de que internaran a doña Sophia. Ese día vino a visitarnos, pero ni siquiera se despidió, estaba actuando de modo algo extraño.

—¿Paula vino aquí? —dijo sorprendido e intrigado. Él no recordaba que Paula le hubiese dicho que quisiese visitar a su madre. Y si lo hizo, ¿por qué mantenerlo oculto?

—Sí —explicó María—, la verdad no hablé mucho con ella, pues, desde que llegó, estuvo hablando con doña Sophia en su cuarto. Y cuando al fin salió, parecía como si hubiese visto un fantasma. Pero pa’ mí que lo que le dijo tu mamá fue nomás pa’ puro espantar a la pobrecita, ya sabes que ella es bien celosa con ustedes. Y bueno, ¿qué madre no lo es con sus hijos?

A María se le hizo un nudo en la garganta al recordar que ya solo quedaba uno.

—¡Pero qué extraño! —exclamó Robinson—. ¿Y no tienes idea de qué fue lo que le pudo haber dicho mi mamá? Bueno, es que, ayer que la vi, Paula me dijo algunas cosas sin sentido, pero ahora creo que se debe relacionar con esto… ¿Sabes qué? Mejor olvídalo, nana. Creo que estoy armando un drama de todo esto.

—¡Ay, Dios mío! No he metido la pata, ¿cierto? Ya sabes que en asuntos de pareja no me gusta meterme, y yo pensé que ya sabías de su visita. Pero no te preocupes, seguramente fue algo sin importancia. Mejor come tranquilo que ya se te está poniendo frío el desayuno.

Robinson pasó el resto del día en la casa, junto con María, y luego volvió a su apartamento. Al llegar, encontró varios mensajes en su contestador. La mayoría provenían de la compañía. Le informaron acerca de los problemas en la hacienda tabacalera, una de las empresas más grandes que heredó de su padre. Los trabajadores empezaron a realizar huelgas en los pueblos productores y eso estaba afectando, en gran magnitud, a la productividad de la compañía. Los agricultores habían abandonado las tierras de los Montreal sin ningún motivo aparente y el comité estaba presionando a Robinson para que tomara las riendas del asunto. Había también un mensaje del abogado de su hermano, quien le recordó la cita que se suponía deberían haber tenido el día anterior, enfatizándole que era de suma importancia que se reunieran lo antes posible. El último era un mensaje de Paula, diciendo que iría a visitarlo al día siguiente.

Y así fue. A primera hora de la mañana, Paula estaba allí. Robinson abrió la puerta un poco apenado. Acababa de despertar, por lo que se disculpó y fue al baño a tomar una ducha. Ella se quedó en la sala, esperando por él.

—¿Quieres hacerme compañía? —le preguntó al escuchar que la puerta del baño se abría, percibiendo luego una figura femenina detrás del cristal—. El agua está fría, aunque si quieres, puedo subir la temperatura.

Robinson deslizó el panel de vidrio, pero no había nadie detrás. Sin perder la calma, cerró la llave del agua, tomó una toalla y se secó, luego se envolvió la cintura con ella y caminó hasta la sala. Paula estaba tomando café mientras intentaba resolver el crucigrama del día.

—Creí —dijo Robinson— que habías decidido hacerme compañía en la ducha.

—¿Perdón? No me he movido de aquí en todo el rato que estuviste bañándote —respondió ella un poco nerviosa.

Al levantar la mirada se vio tentada por la figura tan fornida de ese hombre, aún húmedo, que tenía enfrente, así que sacudió la cabeza y volvió a su crucigrama.

—Yo solo he venido a hablar, ¿recuerdas? —agregó ella.

—Bueno, me parece bien —dijo él algo resentido—. Después de todo, tú eres la que debe hablar. Yo solo seré un oyente, nada más.

Robinson trataba de parecer desinteresado, mientras, se servía una taza de café en la cocina. Paula no sabía cómo comenzar aquella conversación, no había manera amable de explicarlo.

—Como te dije aquel día en el hospital, tengo otras prioridades ahora. Y además, no creo que me convenga estar a tu lado.

—¿Por qué no? No veo ninguna razón que lo impida.

—Creí que solo serías un oyente nada más.

—Los oyentes también tienen derecho a intervenir.

Paula tomó un respiro y continuó.

—¿Recuerdas cuando te acompañé al entierro de tu hermano? —comenzó a decir, haciendo un gesto con la cabeza, como reprendiéndose a sí misma por aquella pregunta tan fuera de lugar—. Por supuesto que debes recordar ese terrible día, lo siento, soy una tonta.

—No te preocupes —dijo él—. No has dicho nada malo. Por supuesto que recuerdo aquel día. Y por supuesto que recuerdo que tú estuviste allí para mí, aunque entonces aún éramos unos completos extraños —dijo por último, sonriendo con la mirada.

—Lo sé, lo que quiero decir es que ese día ocurrió algo extraño. Al principio no le di importancia, pero no sé por qué algo me dijo que indagara en el asunto. Ese día, cuando fui a darle mi pésame a tu madre en el cementerio, ella me dijo algo muy perturbador, tanto así que sus palabras se quedaron grabadas en mi mente y me perseguían por doquier. ¿Recuerdas que traté de decírtelo?

—Sí, lo recuerdo. Y también recuerdo haberte dicho que mi madre estaba algo paranoica y que no prestaras atención a sus palabras. ¿Fue por eso que decidiste ir a visitarla a su casa?

Asombrada, Paula miró a Robinson. Luego se encogió de hombros.

—Apenas me enteré ayer. Hubiese preferido enterarme por ti, aunque la verdad, no sabía el motivo sino hasta ahora. ¿Con que de eso se trata? ¿Te alejaste de mí por las paranoias de mi madre?

—No es tan simple como parece, es mucho más que eso, y no encuentro las palabras para decírtelo, porque sé que en cuanto lo diga creerás que estoy loca, si es que acaso no lo piensas ya. Para mí tienen mucho sentido ahora las palabras de tu madre aquel día. No puede tratarse de coincidencia, esto es algo que va más allá.

Robinson la miraba expectante, casi desafiante. Su mirada ya no era la misma, juguetona y alegre, de hacía unos minutos. Ahora se ensombreció, aunque con un pequeño brillo que podría traducirse en una mezcla de ira y frustración. Antes de continuar hablando, Paula abrió su bolso, sacó un sobre amarillo y se lo entregó.

—Creo que es mejor que lo veas por ti mismo y saques tus propias conclusiones, antes de escuchar las mías.

Robinson enseguida abrió el sobre y sacó de su interior algunas hojas impresas con información de diarios antiguos. En cuanto sus ojos empezaron a seguir aquellas líneas de tinta impresa, comprendió que estaba leyendo la historia de su familia.

—¿Qué es esto? —preguntó él un tanto ofendido y, al mismo tiempo, aterrado—. ¿De dónde sacaste todo esto? No comprendo a dónde quieres llegar.

Paula comenzaba a arrepentirse de lo que acababa de hacer. Quizá había ido demasiado lejos.

—¿Acaso crees que esto es nuevo para mí? Lo sé, mueren a la misma edad y de la misma manera. Y no creas que necesito leer todo esto para saber cómo termina cada una de estas historias, porque todas son la misma: hombre de treinta y tres años se quita la vida tras sufrir una crisis nerviosa… Seguramente mi madre te dijo que moriría pronto. ¿No es así?

Robinson esbozó una pequeña sonrisa cargada de ironía, el ambiente del lugar se tornaba cada vez más pesado e incómodo para ambos.

—Luego de hablar con tu madre, yo quedé muy impactada con todo esto, así que contacté a un amigo, que es periodista y tiene acceso a toda esta información. Le pedí ayuda, y hace poco me envió ese sobre con todo lo que pudo encontrar. Aunque yo no quería, no podía creer que todo esto fuera cierto. Luego comencé a pensar que es demasiada precisión como para ser una coincidencia. Y tú lo sabías y no me dijiste nada. ¿Por qué?

Robinson estaba impactado, nunca nadie le había pedido alguna explicación acerca de las misteriosas muertes ocurridas en su familia, pues se encargaron de cubrir muy bien esos eventos, para que las personas no sospecharan más de la cuenta. Era una historia familiar que no debía ser contada y que, al igual que sus víctimas, debía ser enterrada.

—¿Qué? —dijo él—. ¿Acaso no estamos todos los seres vivos condenados a la muerte? Y mientras más lo piensas, más claro se vuelve. Cada día que pasa es un día que nos acerca más a nuestra sepultura.

Robinson caminaba de un lado a otro, luego se quedó inmóvil frente a la gran ventana panorámica que adornaba su apartamento. Se quedó allí observando la ciudad.

—Todos moriremos —dijo por último.

—Sí —respondió Paula—, pero tenemos el derecho a no saber cuándo, ni cómo ocurrirá. Tu madre dijo que tenías los días contados, y yo tengo miedo de pensar que quizá tenga razón.

Las últimas palabras las pronunció con dificultad, parecían secuestradas por ese mismo miedo. A medida que las terminaba de decir, se acercaba a Robinson, posando finalmente su mano en la espalda de él.

—¿Y ese es todo tu temor? ¿Unos papeles, unas tontas palabras y piensas que terminaré suicidándome tal como lo hicieron ellos? ¿Sabes qué? Creí que eras diferente, pero veo que me equivoqué; eres tan egoísta y cobarde como todos los demás. Te cuentan una historia de terror y ya sales huyendo. Y ni siquiera intentaste advertirme al menos. No, huiste sin importarte nada lo que sucedería conmigo.

Robinson se alejaba de ella, su orgullo ofendido. Estaba decidido, ya no valía la pena intentar recuperarla.

—Creo que debes irte —dijo para terminar.

—Sé que me he comportado de manera infame —respondió ella— y que no merezco tu consideración. Pero sentí miedo, miedo de enamorarme como una tonta y luego perderte, miedo de saber que cada día que pasaba a tu lado era un día menos que pasaría contigo.

—¿Es que de verdad crees esta basura? ¿Crees en la maldición de los Montreal?

—No, no creo que sea una maldición, creo más bien que se trata de alguna enfermedad degenerativa hereditaria, pero podemos buscar alguna opinión médica, no tienes por qué quedarte de brazos cruzados.

—Desde que era niño escuchaba a mi padre hablar acerca de eso todo el tiempo. Al principio, él era escéptico, pero durante su último año de vida estuvo actuando de manera muy extraña. Aunque yo solo era un niño, lo recuerdo muy bien. Luego quedamos Roberto y yo, y durante mucho tiempo solo ignoramos el hecho. Ninguno quiso tocar el tema. Y ahora, Roberto está muerto. Por un lado, quiero creer que se trata de pura coincidencia, que nada de eso podrá afectarme a mí, pero por otra parte, pienso que quizá esto sea lo mejor, que si muero, todo habrá acabado, el sufrimiento, la angustia. Es decir, solo mírame, estoy solo, no tengo familia, y hasta cierto punto es mejor así, no quisiera que la historia se repita. Si lo piensas bien, soy el último de los Montreal. Si yo muero, todo esto acabará.

—¿Cómo puedes decir eso? Tú no estás solo, piensa en tu madre, piensa en María y piensa en mí. Por favor.

Paula hablaba calmadamente, le acariciaba el rostro, y su boca buscó la suya para unirse en un beso suave y duradero que Robinson interrumpió.

—Dijiste que ya no querías estar a mi lado.

—Lo sé, fui una tonta, y espero que puedas perdonarme.

Robinson siguió besándola vehementemente hasta que, sin darse cuenta, se fueron entregando en el sofá de la sala. Aquella mañana se hizo tarde mientras ambos disfrutaban de sus cuerpos.

 

Capítulo 9

Doña Rosa era una anciana de unos sesenta años, pero estaba tan lúcida como cualquier mediodía soleado y sus carnes aún conservaban cierto fulgor de antaño. Era una mujer hermosa, y aunque los años pintaron de blanco su larga y abundante cabellera, a duras penas se habían formado algunas arrugas sobre su piel; aunque ella atribuía sus arrugas más a la preocupación y la amargura que a la vejez en sí. Lucía como una mujer de cuarenta años y aún atraía pretendientes que anhelaban su compañía. Su piel canela combinaba muy bien con sus ojos color verde oliva. Todos los años de arduo trabajo en la hacienda mantuvieron su femenina figura semejante a la de una guitarra.

Esa mañana, cuando a sus oídos llegaron los rumores de que su nieta se encontraba en la Quinta Montreal, se quedó petrificada. Después de tantos años sin noticias de su hija, a la que ya había dado por perdida, de repente aparecía su nieta de la nada, como por arte de magia. Ella se encontraba restregando unos harapos a la orilla del río, y aunque por un momento quiso abandonar su labor y correr hacia su nieta, mantuvo la compostura y pensó en voz alta:

—Si he tenido que esperar tantos años —se dijo a sí misma— para tener noticias de ellos, pues entonces que espere ella por mí un poco. Me parece lo más justo. Además, esto no se lavará solo.

El criado que había ido a buscarla, al ver que doña Rosa no tenía intención de acompañarlo de vuelta, regresó de inmediato adonde la criada que había atendido a Alma y le dijo que deberían esperar por ella.

—Bueno, mijita, mientras tu abuelita llega, ven conmigo. Yo te busco algo de ropa limpia mientras te das un bañito.

Alma la acompañó aún envuelta en la manta.

Pronto estuvo limpia y presentable. La mujer le dio uno de los viejos vestidos que su patrona le había obsequiado. Luego le trenzó el cabello. La joven se quedó con ella y la acompañó mientras realizaba las tareas del hogar. La criada fue limpiando las habitaciones, en su mayoría inhabitables, pero lujosamente amuebladas. Al finalizar, entró en la habitación de la señora Montreal y Alma se quedó fuera, ya que le pareció inapropiado entrar también. Fabricio aún se encontraba con su madre, estaba sentado a su lado, leyéndole sus proverbios favoritos mientras sostenía su mano. La joven Alma, que se encontraba casi escondida detrás del umbral, observaba a su rescatador desde las sombras y sentía congoja al verlo tan abnegado pendiente de su madre. De pronto, la señora Montreal dirigió la vista hacia ella, con expresión agresiva y con una energía que no mostraba momentos antes.

—¿Quién es esa mujer? ¿Qué? ¿Otra recogida pidiendo dinero? No quiero que me vea en esta situación, ha venido a burlarse de mí —dijo mascullando.

Fabricio dirigió la vista hacia la puerta, siguiendo la mirada de su madre, y vio a la joven, impecable, con su lindo vestido color turquesa. Quedó impactado con el cambio que estaba viendo, parecía una mujer completamente distinta. Sintiendo su mirada sobre ella, la joven se apenó y se apartó de la puerta.

—Ella es solo una joven que he encontrado en el camino en precarias condiciones. Parecía que alguien la había atacado, así que le ofrecí ayuda —dijo él a su madre, tratando de ocultar su asombro por el cambio tan radical que observaba en ese momento.

—Oh, no, mi señor —interrumpió la criada—. Ella no es una joven cualquiera, resulta que es la nieta de doña Rosa y ha venido a buscarla porque se ha quedado huérfana, aunque doñita Rosa todavía no ha venido a verla. Y eso que mandé al criado por ella. Por eso la pobrecita anda detrás de mí como un cachorro asustado.

El joven quedó impresionado ante tal noticia y, al mismo tiempo, ante la falta de discreción de la criada.

—No quiero que esa mujer esté aquí —replicó la señora de la casa—. Sé que ha venido a verme sufrir y luego irá al pueblo a esparcir rumores. ¡Échala!

Fabricio no tuvo que decir ni una sola palabra, pues Alma había escuchado todo, y, muy apenada, volvió sola a la cocina. Estuvo allí sentada durante unos minutos, cuando de repente una sombra se reflejó en la pared, y sintió la presencia de una persona detrás de ella.

—Con que después de tantos años puedo ver el rostro de mi nieta, por primera vez. Seguramente no has venido a saludarme por mero placer, y eso es lo que me arde en la sangre. A ver, date la vuelta pues.

Temerosa por tal recibimiento, Alma se giró y lo que a continuación pasó fue algo sorprendente. Era como si se estuviera mirando en un espejo, como si hubiese tenido la posibilidad de viajar al futuro y ver cuál sería su apariencia dentro de unos cincuenta años. Ambas quedaron perplejas, pero ninguna dijo nada.

—No te pareces en nada a tu madre —dijo, tomando el rostro de Alma y examinándolo mientras lo giraba de un lado a otro—. Creo que es mejor así, de otra manera me la recordarías mucho. ¿Cuál es tu nombre?

—Alma —le respondió casi susurrando.

—Supongo que has venido a quedarte —dijo Rosa.

La joven asintió con la cabeza.

—Pues, si es así, tendrás que ganártelo todo, trabajando como cualquier otro criado. Es la única manera de que los dueños de la casa accedan a darte asilo. Te daré un puesto aquí en la cocina y un par de consejos: el primero, por ninguna razón te dejes ver por la señora o el menor de los señores, ¿entendido? —La joven no tuvo oportunidad de decir que ya ambos la habían visto, y mucho menos de lo ocurrido en el bosque—. Número dos, aléjate de los capataces, ni se te ocurra cruzar palabra con alguno de ellos, no son más que unos viciosos malvivientes. Eres demasiado bella, y eso seguramente me traerá dolores de cabeza. Una última advertencia; si llegas a salir preñada, te vas. ¿Entendiste?

La joven volvió a asentir. Luego su abuela la llevó a su habitación y le ordenó que no saliera por ninguna razón, mientras ella iría a hablar con el mayor de los señores de la casa para que aprobara su estadía.

La joven Alma se quedó pensando en todas aquellas órdenes que su abuela le había dado. La verdad era que no tendría ningún problema en seguirlas, y aunque no había albergado ninguna ilusión de que su abuela la amara desde el primer día, sí había tenido la esperanza de que la recibiera más alegremente. Bueno, después de todo, era la hija de su hija, sangre de su sangre. Una vez más, Alma experimentó el dolor de ser defraudada por su familia.

Pero ya estaba con ella y, por primera vez en los últimos días, pudo respirar aliviada. Se sentía un poco más segura. Lo único que debía hacer era mantenerse oculta del menor de los señores para evitar que pudiera atacarla. Sería fácil, en una hacienda tan grande como esa, donde los empleados abundaban y en donde todos tenían el mismo nombre y lucían exactamente igual. Era fácil desaparecer. Mantendría el perfil bajo, no hablaría con nadie. Su único objetivo era sobrevivir y poder reunir algo de dinero para largarse a algún otro lugar y empezar de nuevo. Constantemente se reía de sus propios deseos, una pobretona como ella con aspiraciones de grandeza.

Fabricio se encontraba sentado en su despacho, revisando las cuentas de la hacienda, cuando doña Rosa llamó a la puerta. No tardó en hacerla pasar, pues ya se imaginaba lo que tendría que decirle. Doña Rosa no titubeó al hablar, en el fondo se sentía como la dueña de la hacienda.

—Señor, quisiera informarle que mi nieta ha llegado a visitarme. Sé que es mucho pedir, pero quisiera su permiso para que ella se quede. Por supuesto que trabajará para ganarse el alojamiento.

—Así que esa jovencita, en efecto, es su nieta. No sé si le comentó que yo la encontré hace algunas horas en el bosque. Parecía que alguien la había atacado.

Hizo una pausa para esperar su respuesta, pero ella no dijo nada.

—Tienes mi aprobación —continuó para no extender más el silencio—. Solo procura que ni mi madre ni Fernando estén al corriente de su estadía. Con respecto a sus servicios, no son necesarios, aunque si usted lo cree conveniente, yo podría asignarle un sueldo.

—¡Oh, no, señor! No es necesario, ella solo trabajaría por hospedaje y comida.

—Con el debido respeto, doña Rosa, no creo justo que sea tratada como menos. Si va a trabajar, merece ser recompensada por ello. La esclavitud ahora es algo del pasado. Recuerde que estamos entrando en una nueva época, apenas empieza el siglo xx. Me gusta tratar a mis criados como se merecen. Asígnele una habitación de servicio. Yo estaré en mi estudio; dígale a su nieta que se presente de inmediato, ya que me gustaría aclarar las normas de la hacienda. Una última cosa, si usted decide que la joven debe trabajar, que comience a partir de la semana que viene. Ya tiene suficiente en su cabeza, creo que debe aún estar dolida por la muerte de sus padres y lo mejor será respetar durante una semana ese dolor.

La cara de doña Rosa palideció. ¿Su hija había muerto? Lo cierto es que su nieta no le dijo nada al respecto. Contuvo su expresión de asombro, pero Fabricio pudo notar el dolor en sus facciones.

—¿Acaso no sabía usted de la razón por la cual su nieta vino hasta usted? —preguntó.

Doña Rosa negó con la cabeza.

—Supongo —dijo su patrón, excusándose— que le debo una disculpa por mi indiscreción. Tómese el resto de la semana libre. Incorpórese a sus deberes la próxima semana, junto con su nieta. Y no olvide decirle que la solicito lo antes posible en la oficina.

Doña Rosa fue hasta su habitación como alma que lleva el diablo.

—¿Por qué carajo no me dijiste que mi hija murió? —le preguntó a Alma cuando la vio—. ¿Acaso tengo que enterarme de boca del patrón de algo que se supone debías decirme tú?

—Tu hija no está muerta —le contestó Alma—. Solo fue algo que tuve que decir para que la otra criada no siguiera haciéndome preguntas. Ella me echó por algo que no hice, y es algo de lo que realmente no quiero hablar. No hagas preguntas y, a cambio, yo tampoco las haré.

Doña Rosa accedió, por lo pronto. Y aunque aún estaba molesta por muchas razones, se dio cuenta de varias cosas en ese momento. La primera era que su nieta estaba muy dolida; y la segunda, que ella no podría responder ninguna pregunta que le hiciera. Por esa razón, aquella tregua le pareció muy justa. Entonces le informó que el señor Fabricio requería su presencia en la oficina. También aprovechó la oportunidad para advertirle que mantuviera la compostura y el decoro, y que si el señor Fabricio trataba de seducirla, se resistiera a sus encantos y dijera que no.

Todas esas advertencias le pusieron los nervios de punta a Alma. ¿Qué querría decirle o hacerle aquel señor? ¿Acaso no era tan bueno después de todo? Al darse cuenta de lo nerviosa que estaba la muchacha, su abuela suavizó la situación diciéndole que el señor Fabricio era uno de los hombres más respetuosos que jamás hubiese conocido y que dudaba que fuese a proponerle algo inapropiado, pero que le advertía de todo eso porque, después de todo, un hombre es un hombre, y aun el más decente de ellos se puede volver un animal al ver a una jovencita tan hermosa.

Alma se dirigió hacia la oficina del señor Fabricio, siguiendo las rigurosas instrucciones de su abuela. En cuanto llamó a la puerta, escuchó detrás una fuerte voz que la invitaba a entrar. Instintivamente su piel se erizó, giró la perilla y empujó la pesada puerta de madera. La habitación estaba bien iluminada, cosa que alivió un poco sus nervios, ya que imaginaba que sería lúgubre y tenebrosa; pero aun así, se encontraba sola con un hombre al que no conocía. Fabricio continuaba leyendo y firmando algunos papeles. Le indicó a Alma que tomara asiento y le pidió que tuviera paciencia durante unos minutos. Ella hizo lo que él le ordenó y comenzó a contar mentalmente del uno al diez, puesto que eran los únicos diez números que conocía.

—Lamento haberte hecho esperar —le dijo al terminar—. Te he mandado a llamar porque acabo de enterarme de que eres la nieta de una de las mejores criadas que tenemos aquí. Eso sí es una sorpresa, aunque no sé por qué no me dijiste nada cuando te encontré en el bosque.

—Sí, lo siento, yo no sabía que usted era el señor Montreal. Imaginé que sería un hombre entrado en años y no alguien que se viese tan joven como usted —le respondió, de manera temerosa, con la mirada baja.

—Desafortunadamente, mi padre ya no está con nosotros —dijo él—, y yo he quedado a cargo de todo. En fin, tu abuela me ha pedido hospedaje y comida para ti, y me ha dicho que estás dispuesta a trabajar por ello. Le he insistido en que no es necesario, pero que, de hacerlo, te compensaría con un salario, igual al de las demás criadas; y te he llamado para informarte de mis condiciones. La primera es que seas una empleada responsable, servicial, discreta y trabajadora. La segunda, que por ninguna razón te dejes ver por mi hermano menor, Fernando, ni por mi madre. Ella está enferma y un poco sensible a cualquier situación, y no soporta las impresiones fuertes. Por otro lado, y aunque me apena decirlo, mi hermano es un mujeriego y no quisiera que te hiciera ningún daño.

Fabricio hizo un gesto de desagrado al decir esta última oración y Alma bajó la mirada. Él comprendió de qué se trataba.

—Sé que él tuvo mucho que ver con tu estado de hoy en el bosque, y te ofrezco una disculpa por eso. También quiero hacerte otra sugerencia, no camines a solas por ese bosque. Muchos cazadores lo visitan a diario y la mayoría de ellos son poco escrupulosos. Quiero que sepas que he mandado a preparar tu habitación. Es pequeña pero confortable, tiene un catre y algunos gabinetes para que puedas ordenar tus cosas. Y tendrás tu propia llave. Espero que te sientas cómoda. Además, quisiera darte mi pésame, sé lo que se siente al perder a un ser querido.

—Muchas gracias, señor. Prometo no causar ningún problema.

La joven se levantó, pero justo antes de salir de la habitación se detuvo y se giró.

—¿Puedo pedirle un favor? —le dijo al señor.

—Siempre y cuando no sea nada comprometedor, puedes hacerlo —respondió él, sonriendo cortésmente.

—Quisiera saber si usted puede enviar a alguien por mi maleta. La perdí en el bosque y en ella está todo lo que tengo, incluido el poco dinero que me acompaña. No quisiera molestarlo, pero usted mismo ha dicho que es peligroso adentrarse en él.

—Yo personalmente la recogeré, no te preocupes. Te la haré llegar lo antes posible.

Alma agradeció su gentileza y salió de la habitación aprisa, sintiéndose algo intimidada por estar ante la presencia de aquel hombre tan apuesto.

Y así fueron pasando los días.

Los primeros fueron difíciles. Tuvo que acostumbrarse a ese nuevo ambiente, al duro carácter de su abuela y a ser invisible para los patrones. Las tareas de la casa eran sencillas, o quizá ya ella estaba acostumbrada al trabajo duro. Siempre llevaba puesta ropa holgada y un sombrerito de tela que le cubría la mayor parte de la cara, en caso de que el señor Fernando se presentara de improviso. Entonces ella solo bajaba la mirada y el hombre la confundía con otra de las viejas empleadas.

Todos los domingos, sin falta, acompañaba a su abuela al pueblo, a la misa dominical, y mientras los feligreses se daban los respectivos golpes de pecho y pedían por el perdón de sus pecados, ella contaba los minutos para regresar a la hacienda a recibir su salario semanal, que ahorraba estrictamente con el fin de poder irse en cuanto tuviera lo suficiente. Ese día, en la iglesia, mientras el sacerdote del pueblo repetía las mismas palabras del domingo anterior, ella fantaseaba con la idea de conocer las maravillas del mundo, al tiempo que su viejo abanico a duras penas mecía el espeso aire caliente a su alrededor.

Al salir de la iglesia, vio un par de mujeres reunidas en la plaza y las reconoció; eran las mismas que habían llegado con ella al pueblo unos pocos meses atrás. Se veían cansadas y envejecidas. Aceleró el paso para evitar que la vieran y caminó con la mirada gacha. Estaba sola, su abuela se había quedado en la iglesia con el propósito de confesarse; ella, por otro lado, prefirió regresar lo antes posible a la hacienda.

Caminaba con rapidez por el sendero. Sabía que a esa hora no corría peligro alguno, pero igual seguía siendo precavida. De pronto, un carruaje se detuvo a su lado. Ella miró de forma instintiva. Era Fabricio, quien amablemente se ofreció a llevarla. Al principio, Alma no aceptó, pero él la convenció con el argumento de que se avecinaba un aguacero. Fabricio insistió en bajar y abrirle la puerta, como todo un caballero, pues la verdad es que se sentía atraído por la belleza de aquella joven mujer.

—Creí que habías ido a misa junto con tu abuela —dijo, a modo de indagación, mientras le abría la puerta del carruaje y la observaba al subir.

—Así es —respondió ella—, pero mi abuela decidió quedarse más tiempo y ponerse al día con el Señor. Yo, en cambio, quiero regresar lo antes posible. Estoy algo cansada y quisiera dormir, mi abuela me hace despertar muy temprano en mi único día libre.

—¿Así que no disfrutas congregarte en el día de tu Señor? —preguntó él en tono juguetón.

Alma hizo un breve silencio para reflexionar un poco sobre la pregunta.

—No es que no lo disfrute, es solo que allí usted puede ver desde delincuentes hasta prostitutas, todos fingiendo estar arrepentidos de sus actos y buscando un perdón que no merecen, porque una vez que salgan a la calle volverán a sus andanzas y terminaran más sucios que cuando empezaron.

—Estoy de acuerdo —replicó Fabricio—, aunque todos tenemos derecho a la redención. ¿No lo crees?

—No. No creo que eso sea cierto —respondió ella de manera cortante, y luego agregó—: Suponga que un hombre ebrio golpea a su mujer todas las noches y un día asesina a su familia sin ningún motivo. ¿Cree usted que esa persona tiene derecho al perdón?

—Me describes una terrible escena y, sinceramente, creo que ningún hombre capaz de hacer semejante obra de crueldad tiene derecho al perdón, humano o divino.

Ambos se quedaron en silencio por un breve momento. Fabricio reflexionaba acerca de si aquella escena narrada era solo fruto de la imaginación de Alma o si, en verdad, era la historia de su vida. Y aunque él no era de indagar en vidas ajenas, y mucho menos en la de su servidumbre, le inquietaba un poco el pasado de aquella jovencita, pues podía ver que había dolor en sus palabras.

—Quisiera ofrecerte mis disculpas —dijo luego de algunos minutos, rompiendo así el silencio—. No he tenido la oportunidad de preguntarte cómo te has sentido durante tu estancia en la hacienda, espero que no hayas tenido ningún tipo de inconvenientes.

Tanta amabilidad sorprendía a Alma. Eso no era normal en un hombre de cierta distinción. Para ella, la gente rica era tan frívola y petulante como les era posible, pero ese no era el caso del señor Fabricio. Él parecía ser un hombre intelectual y gentil, además era muy amable y ella disfrutaba de las pocas palabras que podían llegar a intercambiar, en ocasiones escasas como la de aquella mañana.

—Pues la verdad, no me puedo quejar —respondió Alma—. Todos han sido muy amables conmigo, incluyéndolo a usted. Y acerca del trabajo, ya estaba yo acostumbrada, si prácticamente crie a mis herma…

En lo que se dio cuenta que estaba a punto de revelar su verdad, Alma cortó la frase de golpe y tragó grueso. Las vívidas imágenes aún seguían frescas en su mente, y el fingir que nada había ocurrido era enloquecedor.

—No sabía que tenía usted hermanos —dijo él con notable curiosidad—. ¿Están ellos bien?

—Yo tenía muchos hermanos —dijo ella—, pero han muerto y, la verdad, no quisiera hablar de eso. Espero que no se ofenda, pero es algo que no quiero recordar.

La voz de Alma dejó salir un aire inequívoco de melancolía. Ello parecía aclarar un poco más las sospechas de Fabricio, aunque no del todo. Sin duda, Alma había pasado por algo terrible y, de pronto, sospechó que la historia que le dijo acerca del hombre que asesinó a su familia era su propia historia. Sintió pena por ella. Se encontraba sola, y la única persona que había quedado a su cargo tenía los sentimientos de una roca.

—Sabes, si necesitas algo, solo dímelo. Con seguridad yo puedo conseguirte algunos libros en la capital, la próxima vez que viaje, para que leas en tus ratos libres. En la biblioteca de la hacienda hay unos cuantos. Pero la verdad es que le resultan aburridos a cualquiera, ya que en general solo hablan de política, religión y negocios. Qué puedo decir, en mi familia el buen hábito de leer no es muy bien recibido, salvo por mí, y, como ya he dicho, tengo unos gustos terribles. Quizá una buena novela romántica se te antoje; sé de buena fuente que las señoritas son muy románticas y soñadoras.

—Es muy amable de su parte, pero no debe de preocuparse usted, yo no tengo tiempo, y aunque lo tuviera, de nada serviría porque no sé leer ni escribir —le respondió con mucha vergüenza, ya que ella realmente disfrutaba de su compañía y temía que, al enterarse él de su analfabetismo, la daría por hueca y no querría volver a conversar con ella.

—No debes avergonzarte. Si deseas aprender a leer, yo puedo asignarte una institutriz o incluso ayudarte yo, si me lo permites. Solo házmelo saber.

Los cascos de los caballos trasteaban contra el suelo de piedras y barro seco, haciendo una melodía única que Alma disfrutaba mientras contemplaba el paisaje. Al llegar a la hacienda, Fabricio sacó de su bolsillo unas diez monedas de cobre y las depositó en la mano de la joven. Esas eran muchas más monedas de las que había recibido antes, y aunque al principio no quiso aceptarlas, fue el propio Fabricio quien insistió.

Conforme pasaban los meses, la amistad entre el señor Montreal y la joven Alma se iba haciendo cada vez más cercana, más íntima, aunque ellos hacían lo posible para que nadie se enterara de sus muchas conversaciones. En sus tiempos libres, él le enseñaba a leer y a escribir. Ella era muy inteligente y carismática, y rápidamente se ganó el afecto de Fabricio.

 

Capítulo 10

El día en que el abogado del difunto Roberto Montreal puso en las manos de Robinson aquel misterioso sobre que estuvo guardando en secreto durante un año, a petición de su cliente, sintió que se liberó de una gran presión. Aún recordaba el rostro de aquel hombre pálido que, luego de dictarle su testamento, sacó de su chaqueta ese sobre sellado y le dijo que lo entregara exactamente un año después de su muerte o él en persona vendría a atormentarlo desde el más allá. Y, como buen supersticioso que era, fue justo lo que intentó hacer durante una semana desde el aniversario de la muerte de aquel cliente perturbador. Luego de asegurarse de realizar el papeleo adecuado, se despidió y se fue, sintiéndose libre.

Por otro lado, al recibirlo, Robinson primero pensó que se trataba de algunos documentos legales de la empresa que, por descuido del abogado, se habían extraviado, y sin darle mucha importancia, dejó el sobre distraídamente en la mesa. Luego de unas cuantas horas decidió abrirlo, y para su sorpresa, no eran documentos sin importancia. Era una carta, una carta de su hermano. Robinson palideció, ¿por qué había tardado tanto en llegar aquella misiva? Ansioso, comenzó a leer, y con cada línea su asombro crecía más y más.

Querido hermano:

He decidido escribir de mi propio puño y letra esta carta dirigida a ti, y solo para ti, porque en los últimos meses he sido testigo de cosas inexplicables. En más de una ocasión he perdido la cordura y he pensado que jamás la recobraría. A mi mente ha venido, una y otra vez, el recuerdo de aquellos días cuando solíamos reírnos acerca de la tonta creencia familiar. Ahora ya no creo que sean simples historias. Presiento que estoy llegando a mi fin y cada noche puedo sentir que desde las sombras de mi habitación soy observado por ese espectro de mujer. Y no solo eso, me atormenta en mis sueños. Constantemente me pregunto qué cosa tan terrible pudo hacer nuestro tatarabuelo como para condenarnos a todos nosotros a tanta miseria y sufrimiento.

Probablemente te estés preguntando por qué he decidido esperar tanto tiempo para hacerte entrega de esta carta y realmente espero que nunca tengas la oportunidad de leerla. Pero si en estos momentos lo estás haciendo, eso significa que estoy muerto y que ya ha transcurrido un año. Entonces, debes responder un par de preguntas. ¿Fallecí el mismo día que nuestro padre? ¿Acaso me quité la vida de la misma manera que él? Espero que la respuesta a estas preguntas sea negativa, que al leer esta carta te rías, me tildes de loco y luego me llames por teléfono y me digas que encontraste esta carta entre mis cosas y me insultes por creer en las tonterías que nos decía la abuela. Eso es lo que espero, pero si no es así, si la respuesta a todo lo anterior es afirmativa, entonces, hermano, debes considerar muchas cosas.

La primera es que todo es cierto, la segunda es que ya estás por cumplir treinta y tres años. Y eso significa que el reloj comenzará su cuenta regresiva. Quizá, a estas alturas, probablemente hayas empezado a ver esas terribles cosas inexplicables. Es por eso que decidí esperar para hacerte llegar esta carta, porque si llegaba muy temprano, entonces creerías que estaba loco. Sin embargo, en cierta forma, así fue. Pero no porque yo lo quisiera así, sino por causa de alguna maldad que me atormentó hasta el final, si es que fue como ocurrió.

La tercera cosa que debes hacer de inmediato es ir a hablar con la abuela. Yo no lo intenté, porque aún sigo creyendo que todo esto es causa de mi imaginación, que estoy nervioso porque ya se acerca ese terrible día y mis nervios me están traicionando. Pero ¿y si tenía razón? ¿Y si no supero esa noche? Entonces, si eso fue lo que pasó y no lo logré, no debes esperar, tienes que ir a casa de la abuela y encontrar una solución. Debes hacerlo, por todos nosotros. Te amo, hermano, creo que nunca tuve la oportunidad de decirlo en persona, pero juro que si sigo vivo después de ese día, te repetiré todos los días lo mucho que te quiero y que lamento haber estado tan distante los últimos años. Aún espero desesperadamente que nunca leas esta carta.

El pánico se apoderó de Robinson, sus manos estaban tan frías como el hielo.

Entonces era cierto.

Dio vueltas por su apartamento durante algunos minutos, pensando qué podía hacer. Luego, sin dudarlo más, fue a su armario y sacó una de sus maletas. Comenzó a empacar unas cuantas mudas de ropa. No mucho, lo suficiente como para un par de semanas. Había tomado la decisión de visitar a su abuela y buscar la verdad, sea como sea. Tomó el teléfono y llamó al vicepresidente de su compañía. Se excusó diciendo que iría a poner fin a las huelgas de los trabajadores en sus tierras. Luego llamó a Paula, le dijo que se ausentaría unos días por la misma razón, no quiso decirle el verdadero motivo de su partida para que no se preocupara.

Terminó la maleta en menos de diez minutos, pero antes de emprender el camino fue a visitar a su madre. Ella estaba mucho más lúcida que la última vez que la vio. Ahora se dedicaba a realizar dibujos y pintar cuadros con acuarelas. Robinson le llevó su dotación de enseres artísticos, tal como hacía cada mes. Y aunque no quería que su madre se percatara de lo nervioso que estaba, todo el esfuerzo que hizo para ocultarlo fue en vano.

—¿Por qué estás tan perturbado? —preguntó ella, casi indiferente, mientras pintaba algunas líneas en el lienzo blanco que su hijo acababa de entregarle.

—Solo problemas de la compañía —dijo Robinson—. Los trabajadores de la tabacalera están de huelga, justo ahora estoy saliendo para la hacienda a tratar de buscar una solución.

—Te conozco bien —dijo convencida— y sé que mientes. Pero no quiero saber por qué, toda mi vida viví con miedo. Ya no quiero saber de temor nunca más, pero antes de que te vayas quiero que sepas que te amo y que lamento no haber sido la madre que se supone que debí ser. Estuve ausente todos estos años y me perdí lo mejor. Ahora sé que quizá tú no me quieres como se supone que un hijo debe querer a su madre. Solo espero que me perdones.

—No digas eso, mamá —exclamó él—, no debes preocuparte. Sé que para ti no fue fácil perder a mi padre y que hiciste lo que pudiste. Te quiero.

La abrazó con fuerza y se despidió de ella, depositando un beso cálido en su frente.

 

Capítulo 11

En la hacienda había mucho movimiento. Se trataba de una semana importante, pues se acercaba una fecha de celebración, el cumpleaños del señor Fabricio Montreal. Sería su cumpleaños número treinta y tres. Alma acababa de terminar una lección con él. Rápidamente había aprendido a leer y escribir. Y también a contar. A veces lo hacía de forma lenta, pero casi siempre de manera correcta.

El patrón tuvo que dejarla pronto después de la lección por asuntos de trabajo, básicamente. Razón por la que Alma echó de menos esa suerte de sobremesa que hacían tras terminar sus sesiones, en la cual compartían opiniones, impresiones e incluso, a veces, experiencias pasadas. La cercanía que ella sentía hacia él había ido creciendo en secreto y con la lentitud de la brisa que penetra en la madera. Y cada vez que el sentimiento parecía intensificarse en su interior, trataba de acallarlo de inmediato, negándole legitimidad, inventando alguna excusa que le permitiera rechazarlo. Al comienzo, se decía que era solo la sorpresa de tratar con un hombre que no era un animal depravado como su padre. Luego se decía que eran solo patrón y criada conversando. Sin embargo, una vez que empezaron las lecciones, le resultó claro que el señor Fabricio le prestaba un trato especial, tomándose la libertad de obsequiarle con atenciones que a ninguna otra del servicio —mucho menos a algún peón— brindaba. Por ejemplo, ella ahora tendría que estar ayudando a las otras criadas y, sin embargo, continuaba en la orilla del río. Al advertir esto, no obstante, se empezó a decir a sí misma que se trataba de amistad, una relación de amistad que se estaba dando entre ambos. Pero, en el fondo, se hacía cada vez más fuerte esa palpitación, completamente extraña para ella y a la cual era incapaz de darle nombre, provocándole el anhelo de su cercanía, el contacto de su piel, como hacía un rato, o el solo hecho de escuchar su voz. Se sorprendía a sí misma en estos pensamientos y entonces tenía que redoblar sus esfuerzos de concentración en la tarea que estuviese realizando.

Sin embargo, allí se encontraba todavía, en la orilla del río, en un lugar apartado, que era el tipo de espacio que procuraban para las lecciones, de manera que nadie los viera ni molestara. Allí estaba, rememorando los momentos que acababan de pasar. Los brazos y las manos de ambos encontrándose, rozándose, un poco por casualidad, un poco buscándolo. Y cuando algo en su caligrafía había que perfeccionar, él colocaba su mano encima de la de ella para ayudarla a realizar el trazo de manera correcta. Una vez hecha la corrección, sin que ambos se dieran cuenta, así se quedaron, en silencio, sin moverse, sus manos tocándose. Ahora recordaba esas palabras en su voz, «tu piel… es tan suave». Él se tuvo que levantar para romper el embrujo, repentinamente. Y ella todavía sentía sus fugaces caricias, en su mano y en su antebrazo.

¿Qué era ese palpitar que resonaba en su interior y que al recordar momentos como ese amplificaba su intensidad? ¿Sería eso que la gente llama amor? ¿O acaso era un desvarío de su pensamiento, una exageración de su imaginación, ahora desatada, que solo conocía de trabajos arduos, de golpes y agresiones?

Mientras se levantaba e iba de regreso a la casa, sintió la desesperación de la incertidumbre, provocada por ese sentimiento volátil que parecía estarla consumiendo. ¿Pero a quién acudir? ¿A quién podía confesar y confiar lo que sucedía en su corazón? Por más que lo pensase, no daba con nada ni nadie. ¿Su abuela? Ni pensarlo, sería capaz de acusarla a la señora Montreal y podrían echarla. Mucho menos podía contar con los hombres de la hacienda. No obstante, había otra cuestión que realmente le preocupaba y le interesaba. ¿Podría ser que él, Fabricio Montreal, sintiese lo mismo por ella? En principio, todas sus atenciones hacia ella eran solo expresiones de buenos modales y cordialidad, típicos de la gente rica. Aun así, le parecía que lo invadían los mismos nervios que a ella cuando estaban juntos. Pero podían ser proyecciones de sus propios anhelos e ilusiones, que por más que tratara de ocultar de sí misma, emergían entonces con más fuerza, de maneras que ella ignoraba. Pero ¿y si no? ¿Y si el corazón de Fabricio estaba sufriendo las mismas agitaciones que el de ella? ¿Y si se estaba haciendo las mismas preguntas? Era la primera vez que Alma contemplaba la posibilidad de que Fabricio sintiera lo mismo que ella. ¿Pero qué era lo que sentía? Solo podía ser una cosa. Por más que le costara admitirlo, por más que tratara de ocultarlo, de negarlo, era el amor, que por primera vez tocaba a su puerta, con sus angustias y placeres. «Sobre todo, con sus sufrimientos», pensaba Alma. Porque, ¿qué podía traerle de bueno dicho sentimiento? En el peor de los casos, solo la consumiría en fantasías. Fantasías de una criada que soñaba un amor imposible. Y en la mejor de las predicciones, la situación no era mucho más prometedora. Si Fabricio sintiera lo mismo hacia ella, ciertamente no podría esperar que hiciera algo al respecto. ¿El patrón de la casa enamorado de una de sus criadas? Imposible, claro. Pero, si así fuera, ¿es que acaso el patrón reconocería en público ese amor? ¿Es que acaso el señor Montreal se atrevería a tomar a esa criada por esposa? Impensable. Sin embargo, tales argumentos no eran suficientes para el corazón de Alma, quien aún no desechaba la fantasía de que ocurriese lo imposible, lo impensable. Después de todo, sobre el amor, eso también lo había escuchado decir, en la iglesia, en la calle, en la hacienda misma, incluso en su pueblo natal: que el amor lo podía todo, hasta lo imposible. Además, Fabricio era un hombre responsable, firme, de principios, consecuente con sus creencias. Si albergaba tales sentimientos hacia Alma, era más fácil imaginarse que actuaría de manera acorde que imaginárselo traicionando tales sentimientos. Ya en una ocasión, de hecho, lo había escuchado decir acerca del amor que era el sentimiento más puro y sagrado que puede tener una persona. Y traicionar algo puro y sagrado era un acto que, para Alma, Fabricio era incapaz de cometer.

Ya cercana a la hacienda, Alma vio a una criada poniendo ropa a secar. Era Manuela, la misma que la recibió el primer día, cuando llegó casi desnuda, rescatada por Fabricio y maltratada por Fernando Montreal.

—¡Manuela! —exclamó Alma con una alegría sumamente inusual en ella.

—Ay, mija —le respondió, mirándola con severidad—. ¿Y eso que estás tan contenta? No sé si alegrarme o preocuparme.

—¿Pero por qué dices eso? —replicó Alma—. No hay nada de qué preocuparse. ¿Es que acaso ha pasado algo malo?

—No sé —dijo la señora—. Dime tú, mija. ¿Has hecho algo malo?

—No. ¿Por qué insistes en que he hecho algo malo?

—Pues tú fuiste la que preguntó primero. Y como te veo así de contenta. Tú nunca estás así. Mírate, pareciera que no tocaras el suelo.

Alma se sonrojó, haciendo ademanes de examinarse, como si no supiera a qué se refería Manuela.

—Espero que no hayas hecho alguna travesura, mija.

—Que no. Yo no he hecho nada. Es que hace un día tan lindo. ¿No te parece?

—Ay, niña… ¿Día lindo? Todos hemos estado rompiéndonos la espalda y tú llevas un buen rato desaparecida. ¿Qué, no piensas colaborar?

—Perdón, Manuela. Estaba bañándome en el río. Estuve trabajando con mi abuela desde temprano y ya estaba muy sucia.

—¿Ah, sí? ¿Bañándose? ¿Con el patrón? —preguntó Manuela con tono severo.

Alma la miró con un gesto de extrañeza y trató de decir algo, pero al final nada salió de su boca.

Mija —dijo Manuela con firmeza—, no me creas estúpida, que yo sé muy bien lo que está pasando. No olvides que llevo muchos años trabajando aquí. Conozco muy bien las andanzas del señor Fernando y conocí las de don Jacinto antes que él. Y también he conocido las novias y pretendientes del señor Fabricio. Y aunque a él siempre lo he visto seguir el camino correcto, no se te olvide que también es un hombre.

—Pero, Manuela, te juro que no estuve bañándome con el patrón.

—Quizá no te estuviste bañando con él, pero no creas que no los he visto encontrándose a escondidas. ¿Qué está pasando entre ustedes?

—No, no es nada, Manuela, el señor solo me está enseñando sobre español y matemáticas. Estoy aprendiendo a leer, a escribir y a contar, sumar, restar y esas cosas.

Manuela se quedó observándola un momento, sin decir nada, procesando el tono de su voz, sus palabras. Quería saber si Alma estaba siendo honesta.

Mijita, yo te creo —dijo al fin—. Sé que no has hecho nada malo. Todavía. Pero te advierto, debes tener mucho cuidado, mucho. Supuestamente estamos en otro siglo, supuestamente, ya se acabó la esclavitud. Pero ricos y pobres, esos siempre van a seguir separados, siempre serán dos mundos aparte. Los ricos no nos quieren, solo nos usan.

—Pero… —trató de decir Alma.

—Yo sé cómo te sientes ahorita. Sé cómo es esa alegría que hace que todo parezca más bonito, las mariposas en el estómago, el corazón que late fuerte cuando uno ve a la persona que quiere… Y no te culpo, el señor Fabricio es tan atractivo y guapo, claro que sí.

Alma no sabía qué hacer ni qué decir. Se sentía completamente vulnerable, al desnudo, escuchando las palabras de Manuela, que describían lo que sentía casi a la perfección.

—Pero te digo —continuó Manuela— que debes tener mucho cuidado del camino que tomes. En la vida ya hay mucho sufrimiento como para que uno ande buscando más problemas y dolores. Sobre todo tú, mija. No me tienes que decir nada para que yo sepa que has sufrido mucho. Hazme caso, ahórrate más pesares y deja de tratar al señor Fabricio.

—Pero yo nunca lo busqué —dijo Alma, defendiéndose—. Todo esto ha sido idea de él.

—Y tú le has seguido el juego —replicó la señora—. ¿Crees que el señor Fabricio se ha fijado en ti? ¿En verdad crees que se ha enamorado de ti?

—No sé.

—Ese hombre puede tener a la mujer que quiera. Es la persona más poderosa y rica del pueblo. ¿Crees que se enamoraría de una criada? Debe estar pensando en alguna de las damas prestigiosas de la capital, que venga de una familia respetada y poderosa también. Con los ricos, todo son alianzas para tener más tierras, más dinero, más cosas.

—¿Y qué hay de las mujeres del burdel? —intervino Alma—. ¿Acaso los señores respetados de la capital no andan tras ellas todo el tiempo, que hasta les pagan viviendas lujosas, vestimentas costosas y más?

—¿Pero te vas a comparar con una prostituta? Esas mujeres venden su cuerpo por dinero. Son unas desvergonzadas y flojas que solo quieren la vida fácil. Algunas hasta mueren por enfermedades que les caen por estar con tantos hombres. Además, ningún hombre las ama. Incluso las que tú dices que tienen mucho dinero. No las aman. Solo quieren sus cuerpos, y cuando dejan de ser jóvenes, se olvidan de ellas. Tú eres una mujer muy hermosa, hermosísima, no lo niego, pero aun así, suponiendo que don Fabricio estuviera enamorado de ti, no va a pasar nada. Ya te digo, él seguramente buscará a la dama más codiciada de la capital. ¿No creerás que él, el patriarca de una de las familias más poderosas del país, consideraría casarse contigo? Ni aunque él mismo así lo quisiera, no podría. Su madre no se lo permitiría, mucho menos su hermano. No, ricos y pobres nunca nos mezclaremos. Los hombres ricos solo nos buscan para saciar sus instintos más bajos. Luego se olvidan de nosotros, sin importarles nuestros sentimientos. Ni siquiera les importa si después nos dejan una criatura en el vientre. Nunca los reconocen. Ni hablar del apellido.

La alegría que Alma experimentó antes de su encuentro con Manuela se había esfumado casi por completo. La criada se encargó de ponerle los pies sobre la tierra. Lo peor era que todo lo que le decía tenía sentido. De hecho, eran cuestiones que ella misma había pensado, aunque al final siempre se dejara llevar por la ilusión y la fantasía. Manuela tenía razón, la realidad se perfilaba totalmente en contra de sus sentimientos y el sueño que fabricaban. Y por ello, continuar con el delirio solo podía significar el encuentro con más penas y dolores. Era justo lo que ella más quería evitar. Ya había tenido suficiente de sufrimientos, incluso siendo tan joven aún.

No quedaba otra opción. Debía desechar sus sentimientos, por intensos y puros que fueran, sea como sea. De otra forma, sería mucho el riesgo que debería afrontar. «He sobrevivido a cosas peores», pensó.

—Tranquila, Manuela —dijo Alma—. No ha pasado ni va a pasar nada entre don Fabricio y yo. Y tienes toda la razón. Buscar algo así solo me acarrearía más problemas. Tomaré la distancia necesaria.

—Ay, gracias a Dios que me escuchaste, mija. Créeme, eso será lo mejor. Te lo digo porque me preocupo por ti. Recuerda que yo fui la primera que te recibió aquí, y te vi tan triste y aporreada que se me rompió el corazón. Nunca más quisiera volver a verte así.

Alma le agradeció a Manuela sus palabras y consejos. Pero, aunque el fuego de su pasión parecía extinto, las brasas todavía guardaban un calor intenso.

 

Capítulo 12

Durante el largo camino que tuvo que recorrer hacia la hacienda familiar, Robinson reflexionó acerca de la mejor manera de pedir ayuda a su abuela, a quien no veía desde niño. Pero la verdadera incógnita que lo aterrorizaba era el hecho de saber si ella sería capaz de ayudarlo o si solo lo conduciría a un callejón sin salida, como todos los demás.

Hacía tantos años que no visitaba la Quinta Montreal. Había olvidado el verdor de sus campos y su gran extensión. Sin duda había cambiado mucho desde la última vez. Más concreto, más máquinas, más industria en las tierras aledañas. Sin embargo, la hacienda como tal permanecía prácticamente intacta, con ese mismo aire antiguo de siempre, pero también con ese frío misterioso que de niño tanto le inquietaba. Era una sensación sobre la cual no podía poner el dedo, para la cual no encontraba palabra o descripción posibles. Ahora, ya un hombre, tampoco podía dar con la palabra precisa. Pero al menos pudo definirla como una mezcla de temor y curiosidad. Ya atardecía. El sol se ocultaba tras las montañas lejanas, en el horizonte, dejando tras de sí mezclas de colores rosáceos y anaranjados. Del lado opuesto, la noche comenzaba a anunciarse.

Robinson se bajó del auto y lo recibió una criada.

—Don Robinson —dijo ella—, qué gusto verlo, mi nombre es Marla. Bienvenido.

—Buenas tardes, Marla —respondió Robinson—. Mucho gusto. ¿Mi habitación está lista?

—Sí, señor —le contestó mientras se dirigían a la entrada de la casa—. La preparamos apenas nos avisó que vendría. ¿Desea cenar ahora?

—No, Marla. Lo haré después de hablar con mi abuela. Por favor, anúnciale mi llegada e infórmale que iré a saludarla apenas deje mis cosas en la habitación.

—Por supuesto.

La criada esperó a que Robinson entrara a la casa y cerró la puerta. Luego se retiró para llevar a cabo las tareas encomendadas por su patrón.

Robinson se sentía extraño ahí parado, en la antesala de la gran casa, mirando sus grandes y largos pasillos, sus lujosos salones. Luego se detuvo a observar el retrato de un hombre anciano e imponente que colgaba frente a la entrada. Don Jacinto Montreal, indicaba el retrato. El último de su apellido en morir de causa natural. Fue él el verdadero responsable del prestigio de su familia, el que construyó esa hacienda. Ahora ya no era lo mismo. Aunque todavía detentaban parte de ese poder que tuvieron, el apellido estaba a punto de desaparecer. Después de mirar el retrato, Robinson decidió pasar al salón principal, donde también se encontraban los retratos de esa descendencia marcada por la desdicha, de la cual Jacinto Montreal se había salvado.

El gran salón permanecía igual a como lo recordaba. Ahí estaban su retrato y el de su hermano, Roberto, aún niños. Ahora podía ver el de su difunto padre, Rodrigo, hecho cuando tenía treinta y dos años, la edad que tenía él ahora. A su lado se hallaba el de su tío Raúl, hermano mayor de su padre, también muerto y sin descendencia. Luego vio el retrato de su abuelo Federico y su tío abuelo Enrique. El último era el mayor, pero tampoco dejó descendencia. Robinson advirtió ahora otro patrón. Ahora recordaba que alguna vez escuchó a su abuelo decir que había tenido hijos para no dejar el negocio de la familia a extraños. Después estaba el retrato de Fabián, hijo único de Fernando Montreal, su tatarabuelo y el hijo de don Jacinto Montreal. Esta vez advertía algo que de chico le pasó desapercibido. Al lado de Fernando había un espacio vacío donde de seguro colgó un retrato. Aunque no estaba el retrato como tal, en el espacio inferior aún permanecía la indicación del modelo: Fabricio Montreal.

Un escalofrío inesperado recorrió a Robinson y decidió abandonar la morbosa actividad de ver las pinturas de familiares malditos. Retomó el camino a su habitación. Al entrar, vio todo en orden, tal como le dijo la criada. Entonces decidió refrescarse un poco y cambiarse de ropa antes de ver a su abuela. Después de todo, el camino había sido largo. Abrió su maleta y sacó una muda de ropa. Luego se desvistió y entró al baño. Dejó que el agua calmara sus ansiedades y despejara su mente. Pensaba en Paula, en la alegría que sentía al estar juntos otra vez. Ya la extrañaba, y apenas había pasado un día sin verla. Salió de la ducha, desempañó el vidrio del espejo y se miró en él mientras se cepillaba los dientes. Había querido otra oportunidad con Paula y ahora la tenía. Existía la posibilidad de crear un futuro en común, de construir un hogar. Se enjuagó la boca y, al mirarse en el espejo, se sorprendió a sí mismo sonriendo. Tomó un paño para secarse la cara, lo volvió a colocar en su sitio y al mirarse nuevamente se estremeció. Ahí estaba otra vez, esa visión espeluznante de la mujer muerta que se le había empezado a aparecer. Solo que esta vez hizo un gesto amenazante con un cuchillo. Al ver esto, Robinson gritó, dándose la vuelta de inmediato. Pero no había nada detrás.

—Señor, ¿se encuentra bien? —preguntó la criada desde afuera.

—Sí. No fue nada, Marla —dijo Robinson algo inseguro.

—Ya su abuela sabe que está aquí y lo espera en su recámara.

—Muchas gracias. Ya voy para allá.

Robinson salió del baño apesadumbrado. Se había asustado, claro. Pero lo que sentía, sobre todo, era tristeza. Justo cuando pensaba en Paula, y en su futuro juntos, volvía a aparecer ese fantasma, como para recordarle quién era, de dónde venía y cuál era el propósito de la visita. ¿Es que acaso podría experimentar ese futuro con el que soñaba al lado de la mujer que amaba? ¿O sus expectativas eran fútiles y sus intentos vanos? Entonces sonó su teléfono. Lo miró. Tenía un mensaje de Paula. Una foto mandándole un beso.

Al ver la imagen, Robinson respiró profundo y se llenó de fuerzas. Su cumpleaños sería en tan solo unos días. Sea como sea, sin maldición o con ella, mientras tuviese vida, haría todo lo posible por lograr ese sueño, para que ese futuro fuese, con el pasar de los años, tiempo presente.

 

Capítulo 13

Era el día anterior al cumpleaños de Fabricio. Corrían tiempos en que la aún reciente guerra hispano-estadounidense, en la que España cedió Puerto Rico, Filipinas y Guam, y renunció a todo derecho de soberanía y propiedad sobre Cuba, habían impulsado al alza los precios de la caña de azúcar y el tabaco en el mundo. Las contingencias de la historia que son trágicas para muchos suelen ser favorables para otros. Las tabacaleras de don Jacinto se revalorizaban y no le faltaban clientes. París, con su Exposición Internacional y sus Juegos Olímpicos, reunía a millones, y se conseguía por primera vez la sincronización del sonido y la imagen en el cine.

Su padre siempre vio como señal de buen agüero el que su primogénito naciera en la transición de dos épocas. Este era un siglo que prometía grandes avances. Progreso era la palabra con la que lo definían. El progreso de las ciencias y la tecnología dejaría atrás todas las supersticiones y creencias absurdas, abriendo el espacio para que un nuevo hombre apareciera, con nuevos valores, con más certezas y conocimientos sólidos sobre la naturaleza y el universo. O al menos, así le parecía a Jacinto, quien depositó en Fabricio sus más elevadas esperanzas sobre el futuro del negocio familiar. Este último, por su parte, no podía dejar de extrañarse ante las personas que guardaban tal optimismo cuando corrían los rumores de una gran guerra, cuyo solo pensamiento causaba terror a todos.

Sin embargo, el futuro del negocio familiar parecía brillar con luz propia, y de manera potente. Fabricio se había reunido con posibles clientes de Estados Unidos, Francia y el Reino Unido. Les dio una breve gira por las instalaciones de su empresa y habían quedado sumamente satisfechos, finalizando la reunión con la firma de acuerdos importantes.

Al volver de estas reuniones, encontró la hacienda engalanada y casi lista para la celebración del día siguiente. Todavía podía verse personal trabajando, ordenando y limpiando en varios lugares. No obstante, no vio a la persona que buscaba, a la mujer que no se había podido sacar del pensamiento durante todo el día, incluso en aquellas tediosas reuniones de negocios. Fabricio siempre fue muy comedido en todo. Y aunque en su vida nunca careció de compañía femenina, nunca había perdido la cabeza por alguna de ellas, ni descuidado proyectos personales por ir en busca de su tacto. Ninguna de las mujeres que había conocido le produjo la fascinación que Alma le provocaba. Ninguna, esa necesidad de conocer más sobre ella, de enseñarle cosas, de anhelar su compañía, de querer acariciarla, abrazarla, darle cariño, cuidarla. Pero he aquí que su corazón se encontraba sufriendo por una criada.

Al no ver a Alma en las afueras de la casa, decidió buscarla adentro. Pero no la encontró ni en los pasillos ni en las piezas ni en los salones. Creyó haberla escuchado en la cocina, pero era otra criada que daba voces a causa de su hermano Fernando, quien la fastidiaba.

—¡Fernando, compórtate! —le gritó Fabricio.

—Pero, señor Montreal, ¿dónde está su sentido del humor? —replicó aquel, borracho.

—Deja a Gloria tranquila, que está tratando de trabajar, algo que de pronto tú desconoces, pero que la gente normal y honrada hace bastante.

—Discúlpeme usted, señor juez. Me retiraré entonces.

En cuanto salió Fernando, doña Rosa entró por otra puerta.

—Doña Rosa, justo a usted la estaba buscando —le dijo.

—Don Fabricio, aquí me tiene —respondió ella—. ¿En qué le puedo ayudar? ¿Ha sucedido algo malo?

—¿Sabrá dónde puedo encontrar a su nieta? —preguntó él.

—Pues no hace mucho le pedí que arreglara el invernadero —le aclaró ella—. ¿Se metió en problemas? Por favor, dígamelo con toda franqueza que yo misma iré a reprenderla.

—No, nada de eso —dijo Fabricio—. Su nieta no ha hecho nada malo. No tengo ninguna queja de ella. Es solo que olvidé pagarle la última semana y no me gusta quedar en deuda con nadie.

—Don Fabricio, no se moleste con eso, puede pagarle al final de esta semana si quiere. Dudo realmente que Alma tenga algún problema con un pequeño retraso en el pago. Además, esa niña ni siquiera toca ese dinero. Lo ahorra todo.

—Eso está muy bien —replicó él—, pero yo llegué a un acuerdo con ella y le dije que le pagaría cada domingo. Y usted sabe muy bien que no me gusta faltar a mi palabra.

—Pues sí, señor. Sé muy bien que usted nunca falta a su palabra. Puede buscarla en el invernadero. Y si no la encuentra ahí, avíseme, que yo se la busco.

—Le agradezco, doña Rosa. Le avisaré si no la encuentro.

Fabricio salió por la parte trasera de la cocina, atravesó los lavaderos y llegó al patio trasero, en cuyo fondo se veía el invernadero. Al entrar, del otro lado pudo advertir una figura femenina de espaldas, regando las plantas. La visión calmaba las ansiedades de la espera, pero a la vez agitaba su corazón con nuevos deseos. Hubiera querido acercársele de inmediato y estrecharla en sus brazos, decirle que la amaba y besarla apasionadamente. Pero no podía, no hubiera sido decoroso. Hay pasos que seguir. Hay una mesura que se debe respetar.

—Señorita Alma —dijo él con una voz tenue.

Ella, que no había advertido su presencia, se asustó al escuchar de repente su voz y el susto provocó que soltara la regadera.

—¡Don Fabricio! —exclamó ella, notablemente nerviosa, mientras se agachaba a recoger el recipiente.

Él se acercó aprisa para ayudarla.

—¡Qué torpe soy! —dijo ella—. ¡Mire el desastre que he hecho!

—No te preocupes —respondió él, agachado a su lado—. Fue mi culpa por entrar sin anunciarme.

Entonces sus manos volvieron a encontrarse. El contacto los congeló, como si a través de ellos corriera una misma energía. Luego sus ojos también se encontraron. El tiempo pareció detenerse entonces y también la realidad misma. Ya no existían negocios ni fiestas que preparar; no existía el dinero, la riqueza o la pobreza; no existían ni el pasado ni el futuro: solo ese momento suspendido en el que se perdían en sus miradas. Solo existían los ojos en los cuales se sumergían. Los de él, azules como el mar; los de ella, verdes como una selva desconocida. Ninguno dijo palabra. Pero no hacía falta. El silencio era mucho más elocuente para sus miradas, y en verdad parecía que se lo decían todo tan solo con verse. Ella, sin embargo, fue la primera en percatarse de lo que acababa de pasar y sintió un miedo similar al que experimentó cuando la atacó su propio padre. Entonces se levantó y recordó las palabras de Manuela.

—Señor Fabricio, aunque le agradezco mucho todo lo que me ha enseñado y lo que ha hecho por mí, creo que lo mejor sería que ya no le quite más tiempo con las lecciones porque usted lo necesita para cosas realmente importantes.

—No te preocupes —dijo él, ignorando los motivos de las palabras que acababa de escuchar—, siempre puedo hacer un tiempo en mi agenda.

—No, don Fabricio —dijo ella con desconcierto—, creo que no me ha entendido. Aunque no tuviera nada que hacer durante el día, todavía me parece que no sería bueno vernos. No es lo correcto.

Por primera vez, Fabricio advertía que había algo detrás de las palabras de Alma.

—¿Qué ha sucedido? ¿Has hablado con alguien sobre nuestras reuniones?

—No, yo no he contado nada.

—¿La ofendí con algo que dije alguna vez? Tal vez la he incomodado sin saberlo, por lo cual le ruego mil disculpas. También la he estado tuteando, y es muy irrespetuoso de mi parte. Espero que me pueda disculpar.

—No, le digo que no es por nada en particular, solo que no está bien.

—Pero ¿por qué no? Son solo lecciones de español y matemáticas.

Al escuchar eso, Alma sintió un leve dolor en el pecho, pues significaba que sus sentimientos no eran correspondidos. Ese leve dolor se manifestó en un gesto casi invisible, tan solo un ligero bajar de la cabeza, en silencio. Y este gesto fue percibido por Fabricio, quien supo leerlo como debía.

—La verdad —dijo él rompiendo el silencio— es que si la he tratado con mucha confianza es porque le he tomado afecto, Alma. Se me ha vuelto familiar hablar con usted. No sé si se ha dado cuenta, pero usted se ha vuelto una persona cercana a mí.

Alma no hallaba qué palabras decir.

—Por eso —continuó— insisto tanto en que sigamos viéndonos, porque para mí se han vuelto algo más que solo lecciones. Disfruto de su compañía. ¿Es que usted no ha disfrutado de nuestras reuniones?

—Claro que las he disfrutado.

—¿Entonces por qué quiere interrumpirlas?

—Porque yo soy una criada y usted es mi patrón. Aunque este sea el siglo xx, ricos y pobres siguen viviendo en mundos separados.

Sorprendido por lo que acababa de escuchar, Fabricio calló un instante, pensando.

—Es muy cierto —dijo al fin— que hay muchas cosas que separan a ricos y pobres. Pero no hay ninguna razón para creer que eso no pueda cambiar. Estamos viviendo nuevos tiempos. Mi padre siempre decía que los hombres cambiarían con este nuevo siglo. Y, como habrá podido notar, esta hacienda es uno de los pocos lugares del país donde ya funciona la luz eléctrica y el teléfono. En mi residencia de la capital me traslado con algo parecido a una carroza, pero que no necesita caballos. Aquí no usamos esa máquina porque el terreno puede averiarla. Hay personas en Norteamérica y Europa que incluso están empezando a usar máquinas muy similares, pero para volar. ¿Puede imaginarlo, señorita Alma? Volar, tal como lo hacen las aves.

Alma quedó un instante perpleja, tratándose de imaginar y entender lo que Fabricio le contaba. Luego volvió a recordar sus tragedias.

—Pero los hombres siguen siendo capaces de la misma violencia —replicó agitada—. Igual nos seguimos matando. Las mujeres seguimos siendo maltratadas.

La voz se le quebró y paró de hablar. Fabricio otra vez tenía la misma impresión de que Alma hablaba de experiencias personales.

—Alma, yo no sé si alguien le hizo mucho daño en el pasado, pero yo no voy a permitir que nada malo le pase.

Ella permaneció en silencio. En ese momento, a Fabricio le pareció inalcanzable.

—Fue mi padre —exclamó después de unos momentos.

—Tu padre… —dijo el otro, cuidadosamente—. ¿Él atacó a tus hermanos?

Alma trataba de controlar su respiración.

—Él —dijo lentamente— los mató. Y luego me atacó a mí. Me hizo perder la conciencia.

Después de eso no pudo decir nada más. Pero no hizo falta. Esas pocas palabras condensaban su historia, o al menos, la causa de su aparición en la hacienda. Y de haber tenido más que decir, no habría tenido las energías. Era la primera vez que le contaba a alguien su horrible tragedia. Cayó de rodillas y trató de cubrir su rostro con las manos. A su lado se arrodillaba también Fabricio.

—Lo siento tanto —le dijo mientras la cubría con sus brazos, estrechándola contra su pecho.

Al sentir sus brazos alrededor, Alma se dejó estrechar. Solo lloraba. Al fin podía derramar lágrimas de duelo por su tragedia y había alguien para consolarla, alguien que conocía su verdad. Y era Fabricio. Él, por su parte, solo quería darle el afecto y apoyo que necesitaba en ese momento, así que la siguió abrazando en silencio. Con sus manos acariciaba la espalda de Alma, buscando aliviar, de alguna manera, su dolor. Ella sentía que su tristeza se iba drenando con cada sollozo, siendo reemplazada por una sensación de alivio, el alivio de la herida que sana. Cuando se calmó, Fabricio le dio algo de espacio, pero todavía con sus brazos alrededor. Entonces ella subió la mirada. Sus ojos se encontraron otra vez, y luego siguieron sus bocas. Al sentir el roce de sus labios por vez primera, Alma quiso tocar su rostro y acercó sus manos. Él la estrechó otra vez y la volvió a besar, con calma, delicadamente.

—No hago más que pensar en ti —susurraba Fabricio entre besos—, pensar en cuándo será nuestra próxima reunión, en cuándo volveré a escuchar tu voz.

—Pero no podemos. Tú me dejarías después de tenerme.

—Yo no te quiero dejar nunca, Alma. Nunca he sentido esto por ninguna mujer. No este amor, este amor que siento por ti. Quiero que me acompañes siempre.

—¿Y qué vamos a hacer? ¿A dónde vamos a huir? No puedes dejar el negocio de tu familia.

—No tenemos que huir a ningún lado. Nos quedaremos aquí. Quiero hacerte mi esposa. ¿Te casarías conmigo, Alma?

—¿Cómo? ¿Casarnos?

—Nadie se podría oponer. Yo soy el que lleva las riendas de la hacienda ahora y el negocio solo va a seguir creciendo. Es más, mañana mismo anunciaré nuestro compromiso.

Alma no podía creer lo que escuchaba. El mismo Fabricio Montreal le estaba pidiendo la mano.

 

Capítulo 14

La pieza de la señora Catalina permanecía tal como Robinson la recordaba, de paredes blancas y muebles antiguos. Ella se encontraba sentada de espaldas a la puerta, leyendo un libro.

—¿Sabes? —dijo la abuela—. Como buenos paganos que eran, los griegos tenían dioses para todo, tanto para lo bueno como para lo malo. Tenían un dios del trueno, pero también del amor y la belleza. Entre todas esas deidades, había unas muy temidas a las que llamaban erinias. Eran las deidades femeninas de la venganza, cuando esta actúa como brazo de la justicia.

Robinson tomó asiento. De pequeños, su abuela acostumbraba a leerles cuentos a él y su hermano, o a hablarles sobre civilizaciones antiguas. Era antropóloga.

—Se creía que aparecían cuando alguien cometía un delito grave. Se supone que perseguían al culpable, atormentándolo incesantemente, hasta que perdía la razón o moría. Visto así, las erinias aparecían para saldar una cuenta y restablecer el equilibrio. Sin embargo, algún dios importante, como Apolo, por ejemplo, podía intervenir por el culpable, si la situación lo ameritaba.

—Entonces —intervino Robinson—, ¿las diosas vengadoras podían ser detenidas?

—Esa es una pregunta muy importante —respondió ella—. Lo que está en juego, en el fondo, son formas diferentes de entender la justicia.

—¿La justicia?

—Pues se cree que las erinias, o furias, como también las llaman a veces, eran de las deidades más antiguas de la cultura griega. Y si lo piensas bien, su lógica es la del «ojo por ojo, diente por diente». Esa es la lógica de la venganza: a una falta grave corresponde pagar con la vida o la cordura, de juro, sin importar las causas del delito o las condiciones en que se dio. Por ello eran deidades muy temidas, porque no mostraban piedad. Sin embargo, el tiempo pasa, las cosas cambian. Dioses nuevos llegan y otros son olvidados.

La señora Catalina tomó una taza que tenía cerca y sorbió de ella.

—Se cree que el dios Apolo no era original de Grecia, sino que llegó con las invasiones indoeuropeas. Se supone que es el dios de la razón, entre otras cosas. Según la tradición, fue Apolo el primero en aplacar la furia de las erinias, disuadiéndolas de atormentar a Orestes. Tal como un juicio moderno, Apolo hizo las veces de defensor y explicó los motivos y las circunstancias del crimen de Orestes. Se dice que desde entonces la gente empezó a llamarlas euménides, que significa benévolas en griego, para no despertar su furia y para calmar el temor que producían. El ojo por ojo quedó atrás entonces.

—¿Pero por qué me dices esto, abuela?

Al fin, doña Catalina se levantó de su silla y se giró a mirar a Robinson.

—Ay, Robinson, hace cuánto no te veía —dijo ella, acercándose a él para darle un beso en la frente.

—Abuela Cata, lamento no haber venido a visitarte antes —dijo él, sorprendido de verla en tan buen estado.

—No, hijo, tú no tienes la culpa de nada. Te tocó esta familia y este apellido. Y lo que eso significa.

—Por eso he venido. ¿Qué tiene este apellido? ¿Por qué?

Catalina guardó silencio por unos instantes.

—Sé perfectamente por qué has venido, Robinson. Es la misma razón por la que vino a verme tu hermano antes de morir. Se acerca tu cumpleaños número treinta y tres, y quieres saber cuál es el origen de la maldición. Quieres saber si te puedes salvar.

—¿Entonces mi hermano también trató de hacer algo?

—Desgraciadamente, tu hermano quiso saber cuál fue el origen de estas muertes. Pero se le agotó el tiempo. El mío se debe estar agotando también. Hace días soñé otra vez con la mujer. Pero fue diferente. Cuando desperté, sin saber cómo ni por qué, había recuperado mi lucidez.

—¿Qué mujer? —preguntó Robinson.

—Tú sabes qué mujer —respondió doña Catalina—. La misma que de seguro has empezado a ver en sueños, acaso también en la vigilia, como un espejismo. La misma que vio tu hermano, tu padre, tu abuelo… La misma furia que se ha llevado a todos los hombres Montreal desde hace años.

—Entonces es cierto. Es ella.

—Es ella, Robinson… Pero, por desgracia, no sé cómo ayudarte. Lo único que puedo hacer es decirte que la furia de las euménides pudo ser aplacada por otros dioses, y aconsejarte que mañana mismo veas a una anciana del pueblo, se llama Gracia. Me mata la angustia, pero solo te puedo desear toda la suerte del mundo y decirte que te amo.

Robinson quedó pensativo. Luego recordó algo.

—Abuela, ¿sabes quién fue la primera víctima de la maldición?

—Hijo, sobre esto solo hay conjeturas, historias de familia, recortes de periódicos con información vaga. Siempre se dijo que la primera víctima fue Fernando, tu tatarabuelo.

—¿Y quién fue Fabricio Montreal?

—No lo sé. En la hacienda se decía que era hermano de Fernando, pero que había traicionado a la familia. Sin embargo, nunca se ha encontrado nada que confirme que alguna vez existió. Solo el espacio ausente con su nombre en el salón principal, con los otros retratos. Algunos decían que él había lanzado la maldición. Pero otros creían que tenía que ver con algo que hizo Jacinto, el padre de ambos.

—Pero Jacinto no murió por la maldición.

—Lo sé, hijo. Pero tu abuelo, por ejemplo, creía que Jacinto tuvo que haber hecho algo antes de morir que arrojó la maldición sobre la familia.

—Entonces, ese tal Fabricio tuvo que haber muerto también por la maldición, ¿cierto?

—De eso nunca se supo nada, puras elucubraciones. Puede ser que sí. Puede ser que no. Yo solo te puedo decir lo que he escuchado en todos estos años. Hazme caso, hijo, ve a ver a la anciana que te digo. Y ve a la iglesia también. Encomiéndate a Dios.

Robinson se despidió de su abuela con un abrazo largo. Ahora tenía un poco más de información, pero no parecían haber muchas esperanzas. Sin embargo, tenía que agotar todas las opciones. No quedaba de otra. Así, tomó la decisión de visitar a la anciana, tal como sugirió su abuela. Antes de dormir, habló con Paula, quien le dijo que iría a verlo al día siguiente.

 

Capítulo 15

Robinson se encontraba en las afueras de la hacienda. Parecía que había una celebración, a juzgar por los adornos y la decoración que podían verse en la casa misma y sus exteriores. A medida que entraba, podía ver sirvientas con rostros consternados, haciendo gestos de preocupación. Varios empleados buscaban algo, o quizá a alguien, por toda la hacienda. Entró a la casa y subió a la habitación donde se estaba quedando. Ahí vio a un hombre de espaldas, sentado ante un escritorio, escribiendo algo, acaso una carta. El hombre se levantó con prisa y salió de ahí. No alcanzó a observarlo bien, pero su aspecto le parecía familiar. Siguió sus pasos hasta la pieza donde estaba su abuela, pero en su lugar había otra señora mayor, a quien el hombre le entregó el papel en el que acababa de escribir. Al leer la carta la señora se enfureció y la lanzó al piso. Entonces Robinson volvió a la habitación anterior. Miró sobre el escritorio, había otras hojas de papel, pero nada escrito. Luego se acercó a la ventana que daba al patio trasero. Justo frente al invernadero observó al fantasma de la mujer que lo perseguía, quien lo miraba fijamente.

Sudoroso, Robinson despertó agitado del sueño, se levantó de inmediato y se asomó por aquella misma ventana de su sueño. Allí estaba el invernadero, apenas firme, como un trasto viejo. La aparición no estaba presente; sin embargo, no había tiempo que perder. En menos de veinticuatro horas cumpliría años y, si le ocurría lo mismo que a los otros, pronto recibiría la estocada final. Entonces se arregló con rapidez y salió sin más dilación hacia el pueblo.

Una vez ahí, siguió las instrucciones que le dio su abuela la noche anterior. No eran muy complicadas. La anciana supuestamente vivía en un callejón, detrás de la iglesia. Así pues, caminó hasta la iglesia y luego la pasó de largo por una de las calles laterales. Atrás había varios callejones que daban hacia la calle principal. Sin embargo, en una esquina de uno de esos callejones advirtió un cartel que decía «Conoce tu futuro: adivinadora y psíquica». Tenía que ser ese. Entró al callejón, y en una casita al final de este, volvió a ver el mismo cartel. Se acercó y tocó la puerta.

—¿Sí? —preguntó una voz que parecía tener toda la edad del mundo—. ¿Qué desea?

—Buenos días, señora —dijo Robinson un poco torpe—. Estoy buscando a la señora Gracia. ¿Por casualidad ella vive aquí?

—Espere un momento —dijo la voz después de una pausa.

Algunos sonidos llegaban a Robinson desde el interior de la casa. Parecía que acomodaban o movían cosas. Finalmente, se abrió la puerta, descubriendo a una ancianita de baja estatura, ciega, cuya edad le fue imposible calcular a Robinson. Solo podía decir que era de una edad muy avanzada.

—Pase adelante, joven —dijo ella—. Disculpe que lo haya hecho esperar.

—De ninguna manera, no se preocupe.

Robinson entró y la anciana lo hizo sentar en una silla, frente a una pequeña mesa de comedor. Del otro lado de la mesa se sentó ella.

—Mi nombre es Gracia. ¿Cómo puedo ayudarlo?

—Verá, señora Gracia, mi problema en particular no tiene que ver con mi futuro, como tal. Sé que el cartel habla sobre el futuro, pero lo que yo necesito es saber ciertas cosas sobre mi pasado, ir atrás, muy atrás.

—El cartel es solo para atraer gente. Sabe cómo es, la mayoría se preocupa por su futuro. Quieren saber algo, así sea la cosa más mínima, para mitigar un poco la ansiedad que produce su incertidumbre. Lo que yo siempre les digo es que trabajo especialmente sobre el presente. Si se comprende bien el presente y se actúa de manera acorde, el futuro vendrá por sí solo en la forma en que la gente lo espera, como el fruto de un árbol que se desprende solito cuando ya está lo suficientemente maduro. Pero para comprender bien el presente, para saber por qué es como es, hay que conocer entonces de dónde viene, cuál es su pasado.

—Exactamente, señora Gracia, no se imagina cuánto sentido tienen sus palabras para mí. Hay algo de mi pasado que debo conocer. Si no, no tendré futuro.

Al escuchar estas palabras, la anciana Gracia supo que el consultante tenía un problema grave que debía resolver.

—¿Y en dónde —preguntó la anciana—, en qué parte de su pasado cree que encontrará la respuesta que busca?

Robinson quedó pensativo, buscando la forma de presentar su situación.

—¿Ha vivido usted siempre aquí, en este pueblo? —preguntó él al fin, después de un breve silencio.

—No, hijo —respondió la señora—. Yo me establecí aquí hace pocos años, después que mi nieta consiguiera trabajo donde los Montreal. Deme sus manos, déjeme tocarlas y sabré cómo ayudarlo. Solo colóquelas sobre las mías, con las palmas hacia arriba.

La anciana extendió sus brazos, exponiendo las palmas de sus manos para recibir las de Robinson. Este, algo nervioso, dudó un poco al principio, pero luego las extendió también, lentamente. Cuando la anciana comenzó a palparlas, se estremeció. Movía la cabeza, parecía que decía algo, pero Robinson no entendía nada.

—Usted es uno de ellos —dijo finalmente cuando tomó aliento.

—Sí, señora. Soy un Montreal —dijo él con desconcierto.

—Ahí está esa mujer, la perjudicada. Lo quiere a usted.

La anciana volvía a estremecerse. Parecía que un dolor la azotaba.

—Su tatarabuelo —dijo con agitación—. Hay un engaño. Es ella. Ella quiere cobrar venganza por eso. No descansará hasta que desaparezca toda su descendencia. ¡Pero hay una luz! ¡Hay una luz!

La anciana se desplomó sobre la mesa. Robinson, alarmado, la examinó de inmediato. La ancianita seguía respirando. Entonces la cargó y la acostó sobre el sofá de la sala. Tomó luego una silla, la colocó cerca y se sentó. No podía evitar preguntarse qué podía ser lo que estremeció tanto a la pobre anciana. Eso no podía ser bueno. ¿Será que acaso la viejecilla podría ayudarlo realmente? Entonces sonó su teléfono.

—Robin, ¿estás bien? —dijo Paula.

—Por ahora, Paula. Por ahora.

—No hables así. Tenemos que conseguir una solución. Yo ya estoy saliendo para allá. ¿Has podido saber algo más?

—Todo es muy confuso todavía. No hay nada concreto. No sé.

—Espérame, por favor. No vayas a hacer ninguna locura. Te extraño.

—Yo también.

Cuando la llamada terminó, lo embargó una gran tristeza. La mujer que amaba… ¿Tendría que despedirse de ella, para siempre? Los minutos pasaban y su desesperación crecía. La anciana continuaba inconsciente. ¿Qué hacer? ¿Llamar a un doctor o dejarla ahí e ir a la iglesia? ¿Resignarse? No podía dejar a Gracia así como así. Pero justo cuando se disponía a llamar a un médico, la escuchó toser.

—Señora Gracia —dijo—. ¿Se encuentra bien?

—¡Pobre criatura! —exclamó la anciana cuando por fin pudo incorporarse—. Sufrió inmensamente a manos de los hombres. Y por la maldad de uno, todos ustedes han tenido que pagar las consecuencias.

—¿Pero qué está diciendo, señora Gracia?

—Yo tampoco lo entiendo muy bien, hijo. Las imágenes llegan a mí inconexas, solo las partes, pero no el todo. Mi nieta, Robinson, mi nieta puede ayudarlo. Se llama Marla.

—Sí, claro, ayer me recibió. ¿Pero cómo podría ayudarme ella?

—Ella me ha contado algo sobre la maldición de su familia, lo poco que ha escuchado. Es una niña muy curiosa y hace poco me contó que había conseguido algo, un cofre viejo, quizá de su abuelo o bisabuelo. Ella cree que tiene algo que ver, y le puedo decir que tiene la razón, aunque no sabría decirle qué es. Tiene que creerme.

—Está bien, yo le creo. Iré entonces de vuelta a la hacienda y le preguntaré a su nieta qué fue lo que encontró. Pero antes de irme, llamaré al doctor de la familia para que venga a examinarla.

—No hace falta, hijo. Estoy acostumbrada.

—Por favor, permítame hacerlo de todas maneras.

Robinson llamó al doctor y luego salió de regreso a la hacienda.

 

Capítulo 16

Apenas llegó a la hacienda, preguntó por Marla. La encontró en la lavandería, poniendo ropa a lavar. El sol del mediodía resplandecía, dando más calor del que hace falta.

—Marla, necesito su ayuda —dijo Robinson con premura.

—Claro, don Robinson —respondió ella—, lo que necesite.

—Por favor, muéstreme lo que usted encontró.

—Perdón, don Robinson, no sé de qué me habla —dijo ella con cierta vergüenza.

—Marla, no se preocupe. No la voy a regañar y mucho menos echarla de la hacienda. Vengo de ver a su abuela y me dijo que le preguntara sobre el cofre que encontró hace poco.

—Qué pena con usted, don Robinson. Le juro que di con eso sin querer.

—Le dije que no se preocupara. Pero me urge ver ese cofre. Y creo que sabe muy bien por qué.

Marla miró entonces a Robinson. Su semblante era de mucha seriedad. Sintió miedo. Sabía que al día siguiente cumpliría treinta y tres años.

—Venga conmigo —dijo ella y ambos caminaron hacia la casa.

Al entrar, subieron un piso. En una de las salas había unas escaleras que llevaban a un ático. Marla le pidió a Robinson que la esperara mientras ella buscaba el cofre ahí. En pocos minutos, volvió a bajar. En sus manos traía un cofre de mediano tamaño, hecho de una madera oscura y pesada. Caoba, probablemente. Tras entregárselo, Marla se excusó y retiró. Robinson se dirigió a su habitación. Se sentó frente al escritorio y colocó aquella caja frente a él.

Durante unos instantes solo observó el cofre, deseando que dentro se hallara alguna respuesta, o una pista siquiera. A la vez, su alma se agitaba ante la posibilidad de que nada de lo que hubiera allí adentro pudiera ayudarlo. Pero sabía muy bien que solo había una manera de salir de tal incertidumbre, así que, sin más preámbulos, lo abrió.

Dentro halló un cuchillo, una carta y dos anillos. Primero examinó el cuchillo. Era un arma espléndida, trabajada a la perfección, que de seguro fue usada para la caza. Luego miró los anillos. Se podía apreciar que eran antiguos y, por su peso, Robinson no tardó en saber que eran de oro, bastante simples pero hermosos.

Finalmente tomó la carta. También parecía tener muchos años, si bien no parecía ser más vieja que el cuchillo. Ni hablar de los anillos. Entonces desdobló la carta. La letra parecía algo afectada y la tinta casi desaparecía por momentos, pero con un poco de esfuerzo resultaba legible.

Querida madre:

Ojalá pudiera hallar las palabras adecuadas y precisas para decirte lo que quiero decir, de tal forma que pudieras entender por qué he hecho lo que he hecho. Durante toda mi vida me esforcé por hacer que tú y mi padre se sintieran orgullosos de mí. Cuando mi padre murió, me encomendó la hacienda, esperando que el negocio siguiera prosperando. Y así lo he hecho. Pueden estar seguros, tanto tú como Fernando, de que la hacienda seguirá prosperando, me he encargado de hacer los acuerdos necesarios para que eso sea así, independientemente de mi presencia.

De pronto ya te imaginas qué es lo que quiero decirte en esta carta, madre. Pasé toda mi vida dedicando mis esfuerzos, directa o indirectamente, a mi familia. Tanto así que descuidé mi propia persona, mi propia felicidad, siendo incapaz de saber si lo que hacía lo hacía por mí o por ustedes. Me sentía solo, y fue entonces cuando Alma llegó a mi vida.

Ella apareció en la hacienda un día, de repente, buscando a su abuela Rosa, quien ha trabajado con nosotros tantos años. Acaso la recuerdes. Entre nosotros brotó una estrecha amistad que ahora ha madurado en amor. Ella me quiere y yo la quiero a ella. Ambos queremos pasar juntos el resto de nuestras vidas. Sin embargo, sé que ustedes nunca darán su consentimiento a nuestra unión. Por ello he decidido irme con ella a un lugar donde nuestro amor no sea visto con malos ojos.

Sé bien que quizá no los vuelva a ver. Solo espero que algún día puedan entender mi decisión.

Yo nunca dejaré de amarlos y siempre los llevaré en mi corazón.

Fabricio Montreal

Después de leer la carta, Robinson quedó profundamente pensativo. No podía ser el bisabuelo. Tenía que tratarse del antepasado del retrato ausente. Su abuela le había dicho algo sobre una traición. Tenía que tratarse de esta carta. Pero si era así, ¿qué hacían esos anillos en el cofre? ¿Acaso el cuchillo pertenecía a Fabricio? Entonces, Robinson recordó su sueño, aquel donde veía a un hombre escribiendo una carta que luego mostraba a una señora. ¿Acaso era Fabricio? Con eso en mente se dirigió al salón principal, donde estaban los retratos.

Al inspeccionarlos confirmó su sospecha, pero no aclaraba para nada su situación. El hombre de su sueño se parecía más bien a Fernando Montreal, su tatarabuelo. En eso se le ocurrió que en el ático podría encontrar más pistas. Entonces salió corriendo y subió las escaleras aprisa, encontrándose al final de estas al fantasma que lo atormentaba. La impresión provocó que resbalara y rodó escaleras abajo, quedando inconsciente al pie de estas.

 

Capítulo 17

Cuando comenzó a abrir los ojos, pudo advertir que había varias personas mirándolo. Poco a poco, sus rostros se iban volviendo reconocibles. Eran Paula, Marla, Gracia, el doctor de la familia y su abuela.

—Doctor, parece que ya está volviendo en sí —dijo Paula.

—¿Robinson? —intervino el doctor—. ¿Puede escucharme?

—¿Qué sucedió? —preguntó Robinson.

—Cayó por las escaleras, don Robinson —dijo Marla—. Cuando lo vi, había perdido el conocimiento. Todas nos asustamos mucho… Pensábamos que…

—Tiene mucha suerte, señor Montreal —interrumpió el doctor—. Después de semejante caída, resultó prácticamente ileso. Apenas uno que otro golpe o moretón. Pero ninguna fractura, ningún golpe grave.

Con lentitud, Robinson se incorporó. Cuando por fin pudo sentarse, se percató de que ya era de noche. Trató de levantarse de inmediato, pero un mareo lo obligó a sentarse de nuevo.

—Calma, Robin —dijo Paula—. Estuviste inconsciente un rato largo.

—Tiene razón la señorita, señor Montreal, debe moverse con calma. Señorita —dijo esta vez dirigiéndose a Marla—, si tiene zanahorias y naranjas, tenga la amabilidad de hacerle un jugo al señor. Le hará muy bien.

—Enseguida, doctor —respondió Marla, dirigiéndose a la cocina.

—Veo que quedas en muy buena compañía, hijo —dijo su abuela—. Me retiraré a mi alcoba.

—Déjeme ayudarla, señora Catalina —dijo el doctor, quien la acompañó.

Robinson se quedó solamente con Paula y Gracia. La anciana sonreía. Ninguno decía nada.

—Necesitan ir al invernadero —aseveró la anciana—. Y llevar lo que sea que descubrió Marla.

—¿Pero —intervino Paula— de qué habla?

—Solo háganlo. No me pregunten cómo lo sé, porque no tengo ni idea. Solo vayan los dos con el cofre.

—¿El cofre? —preguntó Paula volteando hacia Robinson.

—Sé a qué se refiere —le dijo este, tomándola del brazo—. Ven conmigo.

—¡Y no toquen nada de lo que está adentro —les gritó Gracia mientras abandonaban el salón— hasta que se encuentren en el invernadero!

Robinson salió, llevando a Paula de la mano. Subieron hasta su pieza. El cofre seguía sobre el escritorio. Paula lo vio, sorprendida.

—¿A quién pertenecía? —le preguntó a Robinson, observando el cofre.

—Creo que está relacionado con mi tatarabuelo —respondió él.

—¿Con Fernando Montreal?

—Vaya que te informaste bien —dijo el otro, socarronamente.

—No te burles, malvado, esto es algo muy serio.

—Es verdad. Pero creo que el cofre era de su hermano Fabricio.

—¿Fernando tenía un hermano? —preguntó ella.

—Pero en la familia nunca se habló de él, aparentemente.

Volvieron a salir los dos de la habitación. Al pie de las escaleras se encontraban el doctor y Marla.

—Señor Montreal —dijo el doctor—, debería estar recostado. No se encuentra bien.

—En cualquier otro momento —intervino Gracia— tendría completamente la razón, mi doctorcito, pero créame que lo que deben hacer es de vida o muerte.

Entonces, Robinson y Paula pasaron a la cocina y salieron por una puerta trasera. A lo lejos podían ver el invernadero, donde distinguió por última vez la aparición de la furia. Antes de entrar, se detuvieron un momento frente a la entrada.

—Pase lo que pase allí adentro —dijo él—, quiero darte las gracias por todo lo que has hecho por mí, no te imaginas cuánto. Y decirte que te amo.

Paula solo pudo sonreír y besarlo. Se miraron, respiraron profundo y entraron.

El invernadero estaba bastante descuidado. Ya no tenía muchas plantas, y en parte estaba siendo usado como depósito. Caminaron hasta el fondo, donde se veía un espacio libre en el que podían dejar el cofre.

—No tocar nada hasta encontrarnos aquí, ¿cierto? —dijo Paula.

—Exacto.

—Bien.

—Ok.

Los dos colocaron las manos sobre el cofre. Su tacto les transmitía una extraña sensación. Era casi como si un flujo muy suave de corriente atravesara la caja de madera. Con lentitud, abrieron la tapa. Allí estaba el cuchillo en su funda, por debajo estaba la carta y, en una esquina, los anillos. Ambos los miraron, su hermosura era reluciente. Los dos estiraron sus dedos para cogerlos y, al tocarlos, sintieron la misma energía del cofre, solo que mucho más intensa. Pero lo realmente increíble era que la energía venía con imágenes. La impresión fue tan fuerte que la primera reacción de ambos fue alejar las manos y mirarse de inmediato después. La expresión en sus ojos y las bocas abiertas eran suficientes para comunicar el asombro ante ese minúsculo instante en que apenas tocaron los anillos.

—Esta vez, lo haremos por más tiempo —propuso Robinson.

Paula asintió. Contaron hasta tres. Y de nuevo tocaron los anillos. Pronto se dieron cuenta de que, al hacerlo, eran transportados a revivir la experiencia de una mujer hace muchos años.

 

Capítulo 18

La mujer camina ansiosa por el invernadero. Trata de distraerse observando las muchas plantas que allí se encuentran, toca sus hojas, pero rápidamente vuelve el desasosiego. Su corazón late rápido, su respiración es algo agitada. Piensa en un tal Fabricio. Lo llama mi amor, mi vida, mi cielo. No puede creer que le haya pedido la mano y que quiera anunciar su compromiso ese mismo día, el de su cumpleaños número treinta y tres.

Le agradece a Dios por haberle enviado un ángel que la salve de su miseria. Recuerda esa cruda imagen de sus hermanos muertos. Cierra los ojos. Respira hondo. Recuerda la respiración de su padre cuando la atacó. Pero sale de la pesadilla al pensar en Fabricio. Alguien se acerca.

—Alma, cielo mío, no he podido desocuparme antes, perdona mi tardanza.

—Pensé que no vendrías.

—Pero aquí me tienes. Quiero mostrarte algo.

La mujer entonces se pregunta qué le mostrará Fabricio. El hombre saca de su abrigo una tela de terciopelo rojo que a ella le parece de una hermosura insuperable, si no fuera por los anillos que envolvía y que Fabricio ahora le muestra.

—Estos anillos —dice Fabricio— pertenecieron a mi abuelo. Me los regaló una vez que me visitó mientras vivía en Europa. Poco después murió y no lo volví a ver. Él y mi abuela se casaron con ellos.

En su pecho, la mujer siente una alegría que raya en la euforia.

—Señorita Alma —dice él tomando su mano—. ¿Aceptaría usted ser mi esposa, para estar juntos en las buenas y en las malas, hasta que la muerte nos separe?

—Acepto —dice Alma, soltando lágrimas de la emoción.

El hombre coloca el anillo en el dedo de la mujer. Ahora la mira, como esperando que haga algo.

—Ahora es tu turno —dice—. Debes hacer lo mismo que yo hice.

—Es cierto. Perdóname, es que no puedo creer esto. Estoy muy contenta.

Entonces, ella coge el otro anillo y luego toma la mano del hombre.

—Señor Fabricio —dice ella—. ¿Aceptaría usted ser mi esposo, para estar juntos en las buenas y en las malas, hasta que la muerte nos separe?

—Acepto —dice el otro.

La mujer coloca el anillo en el dedo de él. Se besan. La recorre una energía intensa, la misma energía que parece atravesar al cofre y los objetos que guarda.

 

Capítulo 19

En ese momento, Robinson y Paula dejaron de tocar los anillos. Su respiración era intensa, jadeante. Habían tenido lo que parecía ser una experiencia fuera del cuerpo. Pero esto era más extraño aún, como si ciertos recuerdos se encontraran alojados en los objetos del cofre.

Colocaron los anillos dentro otra vez. Luego observaron el cuchillo, y entonces se miraron con temor. Robinson notó que Paula dudaba sobre si tocar el cuchillo o no.

—No. Tú no, Paula. No sé por qué, pero siento que el cuchillo es la clave de todo. Pero no sé qué pueda pasar y no quiero que recibas ningún daño. Deja que lo haga yo.

Paula trató de detener a Robinson, pero sabía que era inútil. Tenía miedo de lo que le pudiera pasar. Técnicamente, ya era su cumpleaños. Si algo pasaba, iba a ser en los próximos momentos. Lo único que podía hacer era estar ahí, acompañándolo. Entonces aceptó y le dio un beso en la frente.

Robinson acercó sus manos al cuchillo, pero no sintió nada. Ya había tocado el cuchillo antes, es cierto. Pero no había tocado el metal. Solo el mango y la funda. Tomó entonces el cuchillo por el mango, con confianza. Paula se asustó. Él desenvainó el metal. La cuchilla brillaba. Acercó su mano a ella y miró a Paula.

—Te amo —le dijo.

Luego colocó la cuchilla sobre su mano.

 

Capítulo 20

Un hombre joven respira y forcejea. Se halla sobre una mujer. Ambos están en el invernadero. Con sus manos trata de callarla e inmovilizarla. La está penetrando. La mujer lucha y lucha, quiere gritar, pero no se puede zafar. El hombre ríe. Lo recorre una sensación de placer. Está borracho.

—¡Fernando! —grita una voz.

Entonces el hombre es alejado de la mujer y después es arrojado sobre unas estanterías. Cuando se está empezando a incorporar, observa a otro hombre acercársele. Mientras es levantado y golpeado, maldice porque su hermano lo ha descubierto. Luego también maldice a su hermano Fabricio.

El hombre está adolorido, sangra, maldice su suerte. Es arrojado nuevamente. El sujeto piensa que se tiene que defender. Piensa que, si alguien muere, no será él. Piensa en su cuchillo y lo busca con la mano. Cuando su hermano lo levanta, aprovecha para cortarle el cuello. Afuera se escucha una banda tocando en vivo y gente que baila. Entonces recuerda a la mujer y va por ella. La encuentra arrastrándose por el suelo, tratando de salir del invernadero. El hombre intenta levantarla y la mujer se le lanza encima. Hay un forcejeo, luego caen al suelo y se revuelcan. El hombre termina encima de ella. Su rostro es de shock. Se da cuenta de que ha enterrado su cuchillo en el pecho de la mujer.

—Maldigo a toda tu descendencia, Fernando Montreal —dice ella, entrecortadamente, agonizando—. Morirás como me has matado, cuando cumplas la misma edad de tu hermano… Tú y todos los tuyos.

La mujer ya no respira. Él se altera. Se levanta y entonces se percata de lo que ha hecho. Piensa en deshacerse de los cuerpos. Se agacha para recuperar su cuchillo. La mano de la mujer lo sostiene. En uno de sus dedos tiene un anillo. Con esfuerzo logra abrir la mano y sacárselo. Luego mira las manos del hombre muerto y observa un anillo igual. Hace lo mismo.

Se pasa horas cavando un hueco, alejado del invernadero y la hacienda. Finalmente, lanza los cuerpos en la fosa y vuelve a poner tierra sobre ellos.

 

Capítulo 21

Cuando despertó, Robinson se encontraba en el suelo. Tenía lágrimas en los ojos. Su mano sangraba y solo gracias a Paula ya no sostenía el cuchillo.

—Fue él —dijo.

—¿Fabricio? —preguntó Paula.

—No, Fernando. Fue Fernando el que los mató. Fabricio descubrió a su hermano abusando de Alma. La estaba violando. Solo momentos después de la escena que presenciamos los dos.

—Entonces, eso significa que Alma es la aparición.

Ambos escucharon que los otros los llamaban desde afuera. Había algo que debían ver. Cuando salieron, estaban el doctor, la anciana Gracia, su nieta y también la abuela Catalina. Todos miraban por detrás del invernadero. Cuando Robinson y Paula dirigieron la vista al mismo lugar que ellos, vieron una luz a lo lejos que continuaba alejándose. Entonces, Robinson volvió corriendo al interior del invernadero. Al salir de ahí fue, de prisa, en la misma dirección que la luz.

—¡Robinson! —gritó Paula—. ¡No! ¡No vayas!

—¡Hija! —gritó Gracia—. ¡Acompáñalo!

Paula fue tras Robinson. Corrió mucho y se cansó. Tuvo que bajar la velocidad, pero continuó corriendo por la misma senda que marcaba Robinson, a quien podía ver a lo lejos. La luz, entonces, comenzó a hacerse más cercana y ya Robinson no corría. Luego lo vio arrodillarse. Él estaba justo frente a la luz. Esto la asustó y se acercó a él, llamándolo por su nombre. Sin embargo, cuando estuvo suficientemente cerca, pudo escucharlo llorar.

—Lo siento tanto —decía—, todos los sufrimientos que tuviste que padecer, Alma.

Ahora Paula podía distinguir rasgos en la luz. Era la aparición. Era esa mujer. Alma. Pero ya su apariencia no era de espanto, como contaban las historias. Todo lo contrario, la luz y la belleza que irradiaba eran inmensas. En ese momento, Paula la vio extender ligeramente el brazo, mostrando la palma de su mano, como esperando recibir algo. Entonces, vio a Robinson extender el suyo y abrir el puño. Allí estaban los anillos. Luego la luz se hizo un poco más intensa y al final se redujo a un pequeño destello que descendió al suelo y se sumergió en las profundidades de la tierra.

En el punto donde se perdió la luz, dejó Robinson los anillos.

—En este lugar, Fernando enterró sus cuerpos —dijo.

—El símbolo de ese momento tan hermoso de amor que vivieron —exclamó Paula, sollozando—, quizá el único que tuvo ella en su vida, también había sido robado por ese desgraciado.

Los otros llegaron al mismo lugar, con linternas, aunque ya empezaba a amanecer. Robinson se veía exhausto, arrodillado en el suelo. Su semblante pedía distancia, espacio, aire. Así le pareció al resto, quienes, desde lejos, recordaron que era, en efecto, su cumpleaños y lo felicitaron.

Él quedó un largo rato en silencio, tras lo cual se levantó con calma y se giró a mirarlos.

—¿Hay tarta? —dijo.

 

Árbol genealógico de la familia Montreal

 

1872

Nace Fernando Montreal.

Friedrich Nietzsche publica El nacimiento de la tragedia.

Claude Monet pinta Impresión, sol naciente, considerado el primer cuadro impresionista.

 

1900

Nace Fabián Montreal, hijo de Fernando Montreal.

Ferdinand Von Zeppelin realiza el primer vuelo en dirigible.

Max Planck, físico alemán, presenta los fundamentos de la física cuántica.

 

1927

Nace Federico Montreal, hijo de Fabián Montreal.

En Londres, la BBC realiza su primera emisión.

Lindbergh llega a París, realizando el primer vuelo transoceánico de la historia.

León Trotsky es expulsado del Partido Comunista de la Unión Soviética.

 

1953

Nace Rodrigo Montreal, hijo de Federico Montreal.

Muere Iósif Stalin.

Fidel Castro y otros guerrilleros intentan tomar el cuartel Moncada, pero no lo logran.

Watson y Crick descubren la estructura doble hélice de la molécula del ADN.

 

1978

Nace Robinson Montreal, hijo de Rodrigo Montreal.

En Estados Unidos, nace el primer bebé probeta, Louise Brown.

En Nicaragua, la Revolución sandinista toma el poder.